El pavo desplumado
El padre del orondo capitán Grason había hecho su fortuna exportando petróleo en barcos llenos de agua que solo llevaban tres dedos de crudo flotante en la superficie. El resto se lo quedaba para venderlo en el mercado negro de posguerra. Eso le permitió comprarse un club de fútbol para él solo y soñar con que, algún día, su hijo convertiría al equipo en el mejor del mundo y perpetuaría su memoria dando su nombre a un nuevo estadio. Pero el joven Grason prefería tomar el sol en la cubierta del yate de papá y, mecido por las olas, leer crónicas deportivas como quien lee libros de aventuras en lugar de padecer las vicisitudes de los personajes. Así adquirió una amplia cultura balompédica sin dar una patada a un balón ni ver un partido en directo y, apropiándose de la gorra del comodoro que inspeccionaba las embarcaciones y a las damas embarcadas, se autoproclamó pomposamente capitán de los siete mares sin salir jamás del puerto. De niño, su madre había ido a comprar tabaco y no había vuelto. Por tanto, al morir su padre, quedó definitivamente huérfano y se apresuró a vender el club de fútbol con sus jugadores dentro y el yate con las damas a bordo.
Sea como fuere, la súbita moderación de Mou y las preventivas advertencias de Pep huelen a mutuo miedo
El comprador, un vanidoso y prepotente magnate de la prensa amarilla y de los más deleznables medios audiovisuales, se erigió en propietario y presidente no solo del club, sino del país entero. Si omitiéramos a Berlusconi, el estereotipado perfil de vanidosos y prepotentes cobra tan amplio espectro que podría incluso irle como anillo al dedazo que, democráticamente erecto, designó a Rajoy y, en solemne corte de manga, hendió enhiesto el ámbito de la Universidad de Oviedo. El susodicho dedo pertenecía a un pertinaz agorero de cuyo nombre no me acuerdo.
Cierto día de otra fecha, en Copenhague, tras una visita a la fábrica de cervezas Carlsberg y la consiguiente carrera, a través del Tivoli, buscando desesperadamente un urinario público, el orondo capitán Grason se topó con la rubicunda Doris y, antes de sentarla en sus rodillas, le puso una taberna londinense en un lugar indeterminado de un país imaginario donde mi amigo Michael Robinson declaraba eso de que Mourinho era como un asesino a sueldo al que se le había contratado para ganar y no para dejar un legado. Grason envidiaba a Robinson porque bebía whisky en jarras de cerveza, sabía más de fútbol que el Papa del Diablo y, además, lo había practicado en el legendario Liverpool. El capitán respetaba, aunque a regañadientes, las opiniones de su admirado colega, si bien le parecía excesivo llamar asesino a sueldo a un hombre que, inopinadamente, se había vuelto bueno de repente. Quizás resultaría más adecuado, sugirió, compararlo con Atila por aquello de que la hierba no vuelve a crecer por donde pasa. Sirva el Inter como más reciente exponente. Sea como fuere, la súbita moderación de Mourinho y las preventivas advertencias de Guardiola huelen a mutuo miedo. Ambos saben y temen que uno de los dos quedará desplumado. Hay una fábula de Bierce que viene a cuento:
"Un hombre despluma un pavo y el pavo le dice: 'Ponte en mi lugar, ¿te gustaría que te desplumaran?'. El hombre contesta: 'No. Pero ponte tú en mi lugar, ¿te gustaría desplumarme?'. 'Sería un placer', confiesa el pavo. 'Pues ese es el placer que yo estoy sintiendo', concluye el hombre". ¿Quién desplumará a quién? De momento, nadie contempla una tercera posibilidad. Puede que, tras el trago de la Liga y la copa de la Copa, aquel de los dos que llegue a Wembley, ebrio y renqueante, sea desplumado por un nativo de las islas o por un emigrante llamado Raúl. En ese supuesto, la Champions nos habría servido, al menos, para saber que Donetsk está en Ucrania y que Gelsenkirchen es una ciudad alemana. El fútbol también sirve para eso, nos recuerda Tony Judt en Todo va mal.
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