Thomas Eisner, descubridor de la ecología química
El biólogo estudió cómo interactúan los insectos a través de sustancias
Thomas Eisner estaba investigando un género de arácnidos cuando vio una oruga de brillantes colores atrapada en una telaraña. Se acercó a ver lo que ocurría y se quedó estupefacto. Pese a que constituía un blanco fácil, la araña no hacía el menor ademán de atacarla. Por el contrario, sacrificó un buen trozo de su tela para dejar libre a la oruga, y con buen cuidado de no tocarla. Cautivado por este episodio, Eisner comenzó a investigar a esas orugas -formas larvarias de las polillas tigre- hasta hacer un descubrimiento asombroso.
Las polillas tigre inventaron el tráfico de productos tóxicos millones de años antes que los humanos. Sus orugas anidan en plantas venenosas, succionan sus compuestos tóxicos y los almacenan en su cuerpo. Los machos de algunas especies utilizan estas sustancias para atraer a sus amantes. Ya se sabe que no hay venenos, sino dosis, y muchos venenos tienen efectos incitantes en pequeña cantidad. Eisner había descubierto el primer lenguaje químico de los insectos. El científico murió el 1 de abril en su casa de Ithaca, en el Estado de Nueva York, a los 81 años.
El papel del macho en esta historia merece una mención. Su tóxico, lejos de ser un mero afrodisiaco, pasa a la hembra durante la cópula. La hembra, a su vez, se lo pasa a los huevos, que de esta forma quedan protegidos contra la voracidad de las arañas. Para las polillas tigre, el atractivo no es una pasión vacía, sino que envuelve una verdad biológica.
Eisner, nacido en Berlín en 1929 de padres judíos, se trasladó a Barcelona en 1933, cuando Hitler subió al poder, y a Montevideo en 1936, cuando estalló la Guerra Civil española. Fue en Uruguay donde empezó a interesarse por los insectos, aunque no fue hasta 1949, después de volver a mudarse una vez más, ahora a Boston, en Estados Unidos, cuando recibió su primer curso de entomología, en la Universidad de Harvard.
Según recoge The New York Times, Eisner promovió en 1991 un acuerdo entre la multinacional farmacéutica Merck y el Gobierno de Costa Rica, por el que el Instituto Nacional de Biodiversidad de ese país proporcionaba muestras de especies costarricenses -de plantas, insectos y microorganismos- para que los científicos de Merck estudiaran su posible utilidad farmacéutica. Los laboratorios analizaron un millar de compuestos extraídos de esas especies. Eisner puso buen cuidado en que, según el contrato, un porcentaje de las ganancias del laboratorio retornaran a Costa Rica para políticas ambientales. Por desgracia para todos, ninguna de aquellas moléculas tuvo éxito.
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