Liz
La vi hace mucho en Londres, representando The Little Foxes de Tennessee Williams. La vi desde arriba porque era estudiante y no podía pagar una entrada decente. Así que no llegué a verla casi: sólo fui capaz de intuir el movimiento desgarbado en escena y aquella voz chillona, sumergida en un acento sureño en ciertos momentos muy poco verosímil. Desde luego, al menos entonces, no me pareció una buena actriz de teatro. Daba lo mismo. Sus ojos violeta, sus rasgos inesperados, su sonrisa escasa, esa expresión de asombro y hasta perplejidad, fría e incandescente, me había cautivado pronto, igual que a todos -pues todos hemos estado alguna vez enamorados de Liz. Porque Taylor era la diosa amante de las copas y los excesos y por eso la queríamos también -o sobre todo-, incluso en sus horas bajas, cuando se paseaba con Michael Jackson en un despliegue de vulnerabilidades que Warhol amó en ambos más allá de su celebridad, representaciones trágicas de tres personajes unidos por un destino, el de la modernidad implacable.
Heroína avant la lettre del propio Williams, desagarrada y distante, supo cómo lo radical de su belleza pasaba por ultrajarla, por destruirla, y la usó hasta límites insospechados, entre dry martinis y gotas de perfume en las muñecas. Y agotó esa belleza ajada y poderosa, claro, pero muy al final. De verdad que ninguna otra hubiera resistido tantos envites. Ahí está ahora, frente a mí, otra vez guapa, impresa toda azul -egipcio- en el póster enfrente de la estantería. Cleopatra se agolpa en muchas, casi idénticas, con su atuendo recargado y su tocado inverosímil y los pendientes intensos y el escote discreto y los grandes rabillos. Nunca la reina mítica ha sido tan excitante, tan verosímil sobre todo. Igual que ocurre con los propios hallazgos de Warhol, Cleopatra será ya para siempre Taylor: no habrá otras ni antes ni después.
Warhol se queda fascinado por Liz antes de conocerla -como todos nosotros- y la atrapa emborronada y repetida en una obra que se inscribe dentro de sus trabajos sobre la muerte, como los retratos de Monroe. De hecho, durante el rodaje de la superproducción norteamericana Liz se enferma gravemente y hasta se teme por su vida -la idea de la muerte y la celebridad despierta las imaginaciones de Warhol. Ahí está, soberbia, en un papel que le corresponde por derecho propio, el de una reina, y decido diluirme en la película como quien decide recordar a un ser querido que se ha marchado para siempre -recordarle joven y bello. No, bellísima en ese póster azul donde el mito se convertía en leyenda a través de la mirada de Warhol que daba nuevas capas de glamour al glamour. Los ingredientes estaban desde luego servidos en la superproducción de los sesenta: una mujer extraordinaria, sexo, una historia de la antigüedad extinguida y ese toque a medio camino entre tragedia y delirio a punto de ser excesivo.
Qué maravillosa película más allá de Liz. Delirante pero maravillosa, igual que la pintura de Gérôme que llega ahora a la Fundación Thyssen de Madrid desde París, bastante diezmada, la verdad, pero mostrando algunos cuadros memorables -como las mejores superproducciones- del gran escenógrafo francés. Especialista en lo que a través de las inspiraciones de Flaubert y su Salambó y la posterior ópera Los troyanos en Cartago se llamaba en el París de la época exostime de pacotille, también él reúne los elementos para triunfar: ambientazo, exceso, sexo y civilizaciones extinguidas. "¿Cómo puede gustarte esta pintura tan horrenda?", preguntaba mi amigo en una cena. Yo sonreía de compromiso y soñaba con el momento de llegar a casa y volver a ver Cleopatra en el ordenador. Menudo pedazo de película -la de Liz y la de Gérôme...
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