_
_
_
_
Reportaje:IDA Y VUELTA

Los hipnotizadores, los hechiceros

Antonio Muñoz Molina

No es bueno amar demasiado la literatura, o el arte. Se corre el peligro de quedar hechizado y creer que son más ricos, más verdaderos, más variados que la vida. No es bueno amar demasiado la literatura o el arte y menos aún admirar en exceso a quienes se dedican a esos oficios. No quiero caer en la vulgaridad de que es preferible no encontrarse en persona a quienes uno conoce de lejos y admira por su obra, para no llevarse así la inevitable decepción. Depende. La mayor parte de los escritores, pintores, cineastas a los que hubiera preferido no conocer ya tampoco me habían gustado por su trabajo. Algún escritor cuyos libros me parecían detestables era todavía más detestable en persona. Pero casi todos los que he conocido después de admirarlos mucho me han resultado todavía más cercanos y más dignos de afecto y respeto. No olvidaré nunca la cordialidad amable de Adolfo Bioy Casares, la llaneza laboriosa de José Guerrero, de Antonio López García, de Antonio Saura, de mi querido y tan activo todavía Juan Genovés, que a los ochenta años vive intacta la alegría de pintar sin el agobio de la búsqueda de la perfección o el miedo a las críticas, o el desasosiego de no estar a la moda. Porque trabajan con las manos y pasan mucho tiempo solos en talleres llenos de materiales que se tocan y se huelen y pesan los pintores son una casta aparte. A Juan José Saer no lo había visto en mi vida y a los dos días de conocernos en un acto editorial en París me invitó a una comida memorable en un restaurante de barrio donde la dueña llevaba delantal y lo llamaba por su nombre, Monsieur Saer. Comimos cordero y no sé qué más delicias de cocina de pueblo. Nos bebimos una botella entera de vino y hablamos durante horas de los libros y las músicas que nos entusiasmaban, de Bill Evans y de Marcel Proust sobre todo. Yo miraba de soslayo el reloj porque mi vuelo para Madrid salía esa misma tarde. Nos despedimos con un abrazo y ya no volví a verlo nunca. Al poco tiempo recibí otro regalo suyo, el estuche con las grabaciones completas del trío de Bill Evans en el Village Vanguard en junio de 1961. Al poco tiempo Saer había muerto.

No he conocido a nadie que me pareciera grande de verdad que fuese un canalla, o un chulo, o un vanidoso enamorado de sí mismo. Hay artistas de un egocentrismo grotesco, algunos de ellos muy célebres. No se me ocurre ninguno que no esconda una parte de banalidad o de impostura en su obra, por mucho que la canonicen. Y tampoco suele haber proporción entre la escala del mérito o el reconocimiento público y el tamaño de la vanidad. Hay premios Nobel -y no solo de literatura, o no especialmente- mucho menos arrogantes que algún poeta de difusión comarcal o algún genio de la narrativa que a lo mejor no ha publicado más que algún relato, alguna novela, o algún artista de estos que no son pintores ni escultores ni fotógrafos sino artistas sin más, artistas porque sí, porque lo dicen ellos.

Cuánta tontería. Cada vez entiendo menos que a un literato o a un diseñador de moda o a un actor se les conceda un derecho a la arrogancia que sería inverosímil en un buen ingeniero o un buen médico, en un mecánico concienzudo, en un profesor que mejora para siempre la vida de un alumno al ayudarle a descubrir sus mejores capacidades. Aunque peor que la tontería es el envenenamiento, la manipulación que ejerce a veces quien se sabe brillante y no tiene ningún respeto por aquellos mismos que al admirarlo alimentan su egolatría y sin darse cuenta se hacen a sí mismos más vulnerables aún a su influencia tóxica. En su novela Volver al mundo José Ángel González Sainz hace el retrato escalofriante de ese intelectual maduro que utiliza sus lecturas y su palabrería para someter al discípulo a su voluntad y convertirlo en una especie de zombi al que lo mismo se le puede ordenar que machaque a un adversario en una discusión o que empuñe una pistola. Abimael Guzmán o Pol Pot no son los únicos terribles profesores de filosofía que acabaron alentando el asesinato. Y no hace falta empujar hacia el crimen o el fanatismo para dañar las vidas de personas cándidas que creen demasiado en el brillo de las ideas o en la nobleza del arte y de la literatura.

Hay gente demasiado ávida, demasiado dispuesta a ser deslumbrada. Hay desalmados que intuyen esa flaqueza y se apresuran a aprovecharse de ella. Es probable que sea una disposición sobre todo masculina, no sé si particularmente heterosexual. El espectáculo se repite siempre: la mujer joven hechizada, aspirante a actriz, aspirante a pintora, aspirante a escritora; el escritor, el profesor, el varón de cerebro poderoso y físico mediocre, el director teatral, el gurú de la secta, el entrañable aventurero cansado, el vividor legendario, el triunfador, el fracasado, el maldito, el autodestructivo. Cabe la posibilidad esperanzadora de que se trate de un esquema anacrónico; que las mujeres jóvenes y más despiertas de ahora no muerdan el cebo, o que las artes hayan perdido una parte de su lustre.

Si es así, el libro de recuerdos de Anne Roiphe, Art and Madness, será parte de la arqueología literaria del siglo pasado, de esa época en la que ella era muy joven y se sentía dispuesta a sacrificarlo todo por el heroísmo masculino y bohemio de la literatura, incluyendo su propia vocación de escribir. Anne Roiphe llegó al mundo literario de Nueva York al final de los cincuenta, en la gran época del alcohol y en las vísperas de la revolución sexual, cuando los escritores eran sobre todo varones que se emborrachaban, que daban clases y seducían alumnas o lectoras sin miedo a represalias, que reclamaban para sí mismos y tenían reconocida la potestad de sacrificar en nombre del genio cualquier responsabilidad hacia las personas que los rodeaban. A veces el genio, o al menos el talento, existía: muchas más veces era sobre todo una farsa sostenida sobre la soberbia y la credulidad. En casa de George Plimpton, en las fiestas alcohólicas de la Paris Review, cuenta Roiphe, secretarias y aspirantes a escritoras se rendían a los maestros beodos mientras las esposas miraban a otra parte y fumaban cigarrillos. Ella misma se casó con un dramaturgo convencido de su propia genialidad, en gran parte gracias al fervor de la mujer que lo aguantaba. Porque era un genio y estaba en lucha contra la indiferencia del público y la venalidad de los productores teatrales tenía derecho a pasarse borracheras de varios días fuera de casa y a frecuentar prostitutas.

En algún momento ella despertó de su reverencia excesiva por el arte. Tenía una hija pequeña y también tenía una necesidad honda de escribir, aunque por pudor, o por complejo de inferioridad hacia su marido o miedo a su sarcasmo, no se había atrevido a manifestarla. Al cabo de los años, en otro siglo, su mirada de lucidez y remordimiento hacia el propio pasado es un ejercicio excelente de literatura.

Art and Madness. A Memoir of Lust Without Reason. Anne Roiphe. Random House, 2011. 240 páginas. antoniomuñozmolina.es

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_