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Columna
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La fusión del núcleo

Es posible que recuerden todavía una película, El síndrome de China, donde el fallo de un relé de cinco dólares casi provoca una catástrofe en una central nuclear. El problema no era el relé, claro sino la deficiencia de las soldaduras de tuberías básicas para la central, donde las placas que se hicieron para su comprobación eran en todo idénticas, es decir, que nadie se había tomado la molestia de comprobar todo aquello. Cuando escribo estas líneas, el Gobierno japonés y el mundo entero están con la respiración suspendida a causa de que el terremoto, el tsunami subsiguiente y la situación en la que se encuentran algunas de las plantas nucleares no acaben por fundir el núcleo del reactor de las centrales afectadas, y entonces a ver dónde nos metemos. No es que las antípodas de Japón nos pillen muy cercanas, pero seguro que algo nos toca caso de producirse el desastre. Mientras tanto, abundan los empresarios de la energía empecinados en construir nuevas nucleares (en zonas seguras, eso sí, como si alguien supiera verazmente cuáles lo son y cuáles no), mientras las grandes petroleras proyectan invertir en no menos de cien pozos en Alaska para ver si de una vez y para siempre todo el mundo se convence de que el petróleo es más importante que el prodigioso y todavía milagroso equilibrio de nuestro planeta. No disponemos de otro todavía, y me temo que cuando en el que por ahora habitamos con tantos trabajos como temores se produzca el desastre final todavía será prematura la decisión de que nos instalemos todos en la Luna, así que allí viajarán para quedarse Madoff y compañía, porque ¿para qué sirve un refugio subterráneo en esta masacrada tierra si no es para sobrevivir como un topo hasta que escampe? ¿Y si llega el día en que no escampe sino todo lo contrario?

Catastrofismos posibles aparte (a lo mejor se trata de esa gran lluvia, en este caso radiactiva, que anunciaba el joven Bob Dylan en una de sus canciones, algo que sólo sabe el viento), aquí tenemos de nuevo a nuestras queridas fiestas mayores, que distan de ser una catástrofe en sí mismas pero que son tan molestas como un mosquito rabioso. Yo no sé si Sanidad enseña con la boca pequeña la factura a los numerosos quemados que son asistidos estos días en los servicios de urgencias hospitalarias, pero el petardeo constante, las verbenas y el jolgorio de las carpas no sólo interrumpen la actividad normal en general sino que obstaculizan seriamente el trabajo de la sanidad móvil. No hace tantos años que un animoso grupo de sociólogos progresistas trató de atraer a su causa a ese mogollón de la sociedad civil que vivía para las Fallas, con el resultado de todos conocido. Un intento tan estrafalario como sugerir a nuestro extraordinario Francisco Camps que busque el voto en los caladeros de la izquierda, un despropósito. Y así estamos, acojonados.

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