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Columna
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Contrato de integración

Siguiendo la estela de la estrategia diseñada por Nicolas Sarkozy, el PP ya puso en circulación en las pasadas elecciones autonómicas catalanas algunas propuestas con cierto tinte xenófobo, en las que la inmigración, con especial énfasis en la gitana de origen rumano, ocupó un lugar destacado. El lector probablemente recordará la imagen de Alicia Sánchez Camacho paseando por Badalona con dos diputadas francesas que se habían destacado en su país por sus posiciones xenófobas y a las que se invitaba para que comprobaran que lo que denunciaban en su país ocurría también en el nuestro.

El resultado de esa estrategia del presidente francés no puede ser más preocupante. Ha servido, sobre todo, para dar alas al partido más xenófobo de Francia, el partido de Le Pen, al que la última encuesta nacional lo sitúa en primer lugar en las próximas elecciones presidenciales. El original siempre es preferible a la copia y en ese terreno la extrema derecha tiene la máxima credibilidad. Da la impresión de que el partido de la derecha gobernante en Francia está jugando a aprendiz de brujo con riesgos que no son fáciles de calcular, pero que son ciertos.

Como el PP no tiene que preocuparse de la extrema derecha, que carece de representación política autónoma en nuestro país, parece decidido a seguir por ese camino. De ahí que, con la vista puesta en las próximas elecciones municipales, haya convertido en un elemento central de su programa electoral lo que denomina contrato de integración, que tendría que ser suscrito por todo inmigrante que deseara vivir entre nosotros.

En qué consiste ese contrato de integración no lo sabemos, ya que si de lo que se trata es de que los inmigrantes tengan que cumplir la ley, es decir, las distintas leyes que ordenan la convivencia, la exigencia es superflua y si es algo más, el PP no lo dice con claridad. Se trata de una propuesta de ambigüedad calculada, que dice una cosa sabiendo que los ciudadanos van a entender lo que ellos quieren que entiendan, pero que no se atreven a decir expresamente.

Y esto es lo que resulta preocupante. El municipio es la instancia más débil de las que integran nuestra compleja fórmula de gobierno y es al mismo tiempo el que tiene que hacer frente a los problemas concretos de integración que plantea la población inmigrante en la sociedad española. La vida no se hace en el Estado o en la comunidad autónoma, sino en el municipio, en barrios de los distintos municipios y en ellos es donde se tiene que convivir. En unos casos con más inmigrantes y en otros con menos. En esa convivencia es donde se produce o no la integración.

Y aquí no se debe andar con ambigüedades sino todo lo contrario. España no puede prescindir de la inmigración. Aunque ahora mismo, con la enorme cantidad de desempleados que hay, no resulte fácil entender que necesitamos inmigrantes e incluso se pueda llegar a pensar que dichos inmigrantes ocupan puestos de trabajo que deberían ocupar los españoles, esa percepción no es correcta. España es un país inviable sin la inmigración. Lo era antes de la crisis y lo sigue siendo en la actualidad. No hay en el futuro previsible ninguna alternativa a la inmigración.

Por puro egoísmo deberíamos hacer pedagogía en positivo y descartar propuestas que conecten con los prejuicios menos civilizados. A los inmigrantes no hay que exigirles un contrato de integración, sino ofrecerles un sistema escolar equilibrado, en el que los estudiantes no españoles se distribuyan de manera equitativa entre los distintos colegios. Esta es la mejor fórmula de integración. Hijos de inmigrantes bien escolarizados son el mejor contrato de integración. Ya hoy, pero todavía más mañana.

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