El enigma de otro mundo
Fue en 1978, tras la aprobación de la Constitución, cuando se estableció que España era (y sigue siendo) una unidad de destino en lo autonómico. Fue por aquel entonces, un 6 de diciembre -día de San Nicolás-, cuando un equipo de exploradores con barba de seis meses descubrieron, en alguna cueva prehistórica, que España no era solo Una (ni Grande, ni Libre) sino Muchas (y Pequeñas y Esclavas). No nos malinterpreten. Sabido es que lo dicho viene siendo un argumento requetesobado por elementos desestabilizadores a sueldo del desencanto españolista, antimonárquico (por falangista) y troglodita (tanto por hirsuto como por rasurado). Quizá sea por el cercano advenimiento de Felipe VI al trono, quizá por el previsible ascenso de Leonor I a la misma silla solemne o quizá porque aquí aguantamos estoicamente la historia de los Borbones y la histeria de los españoles; quizá sea por todo eso y por mucho más o algo menos, pero no hay partido ni entero, ni derecho ni izquierdo, que resuelva.
Los museos vacíos sobrevivirán en la medida en que lo haga el sistema que los creó
¿Que resuelva qué? ¿El misterio, el puzzle, el enigma en el que nos hayamos inmersos? Vivimos nadando en la marmita de la obsolescencia programada; esto es, en el sistema con fecha de caducidad. Los humanos sabemos que no duraremos más allá de los ochenta tacos, año arriba, año abajo. ¿Felices nosotros? Feliz el sistema, feliz la cosa. Esa cosa, el enigma de otro mundo, que nos llovió del cielo y permanece agazapado en la penumbra, y que es cambiante e imprevisible. Hasta donde llegamos a adivinar, la alegría que intentan transmitirnos está hueca, tan hueca y tan vacía como el museo que se abre estos días en Monte Gaiás sin nada dentro. Hombre, algo sí que hay: fregonas, bombillas, paredes, papel higiénico, sillas (caras), mesas, radiadores, justificaciones (baratas), restos de serie y tenue iluminación. Conceptualmente es impecable: tenemos un cascarón de proa para la posteridad, un espacio sin tiempo y una caducidad del espacio obsoleto nada más nacer y con la imposibilidad de que conozca a su creador para conocer su destino o exigirle responsabilidades. Los replicantes de Blade Runner sabían que iban a morir porque estaban programados para ello; nuestra nada, nuestra Cidade da Cultura, no lo sabe porque es materia inerte aplaudida por materia inerte. Suave y silenciosa (como el mild und leise del Tristán e Isolda wagneriano que jamás se representará allí), la mentira se desliza por donde buenamente puede o sabe. Un enigma de otro mundo que en nada se parece a este.
Nada más nacer, nada más aparecer por la puerta, los mecanismos eléctricos y domésticos que nos hacen la vida más fácil saben que caducarán inmisericordes e indiferentes ante nuestra perplejidad y el gasto consiguiente. Otros monstruos, como los museos vacíos que inauguramos para pasmo de la plebe, crecen tristes y solos -como Fonseca- ya sin dar disgustos ni cabreos. Sobrevivirán en la medida en la que sobreviva el sistema que los ha engendrado pero no conocerán los nombres de sus engendradores. Suerte la suya. Mala suerte la nuestra que los vamos soportando día tras día
El enigma de este mundo -de esta Galicia que es, fue y será el mundo- se reduce ahora a saber la cantidad de dinamita que hace falta para volar el enigma de Monte Gaiás cuanto antes. No seamos mala gente, no dejemos a las civilizaciones venideras un acertijo tan grande. No obliguemos al primer arqueólogo gallego del siglo LVII a devanarse tanto los sesos. Al fin y al cabo, Alfred Nobel inventó la dinamita para algo y no estaría de más ganar el premio que lleva su nombre haciendo uso de su invento. El chico este, Eisenman -el Hombre de Hierro en alemán-, arquitecto de la Gran Vieira, y celoso promotor de última hora, defiende como puede su proyecto, ya cruelmente mutilado por la adversidad de la crisis y lo enigmático de sus vicisitudes. En La cosa (El enigma de otro mundo) de 1981, John Carpenter abandona a los dos últimos supervivientes de la base polar en llamas esperando los acontecimientos. A nosotros no nos queda otro remedio que hacer lo mismo. A lo mejor aprendemos a convivir con el despilfarrador alienígena esperando su caducidad.
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