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Columna
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El dinero de los políticos

Ya Aristóteles se oponía a remunerar a los cargos públicos para excluir a los pobres de la política

De nuevo un escándalo político ha devuelto al centro de la escena una cuestión fundamental jamás resuelta satisfactoriamente en nuestra democracia: el sueldo de los políticos y la financiación de los partidos. Porque, en efecto, un escándalo es que dos ex presidentes del Gobierno (Aznar y González) dispongan de una aportación vitalicia del Estado -que ronda los 80.000 euros anuales- con el fin de garantizarles una vida acorde con la función que han desempeñado y que les permita seguir aportando sus conocimientos al país y que simultáneamente, sin renunciar a la subvención pública, dediquen su tiempo a la promoción de intereses privados nacionales o extranjeros. También ha contribuido a avivar el debate que los parlamentarios puedan acceder a la pensión máxima, a través de un fondo del Congreso (dinero público), sin haber cotizado a la Seguridad Social los años que se les exigen al común de los ciudadanos. Por no hablar hoy de los casos de corrupción que con indeseada frecuencia salpican nuestra vida pública degradándola peligrosamente.

En este contexto, parece muy pertinente la iniciativa parlamentaria que los socialistas, con el apoyo del Bloque, ha llevado al Parlamento para que los altos cargos de la Xunta y los miembros de la Cámara hagan una declaración pública de sus ingresos, intereses, bienes y patrimonios con el fin de dar transparencia a la vida pública. Conocer los bienes y patrimonios de las personas cuando llegan a la política y cuando salen de ella no es más que un ejercicio de elemental control democrático de los servidores públicos. Lo que es difícil de explicar es la negativa del PP a aceptar esta iniciativa de la oposición. Sobre todo si se considera que la campaña electoral de Feijóo se basó en la regeneración democrática y en la denuncia poco escrupulosa de supuestos privilegios y despilfarros del bipartito.

En todo caso, conviene resaltar que no estamos ante una cuestión menor o carente de interés. Al contrario, la financiación de las fuerzas políticas y, en general, la remuneración de la función pública ha sido siempre y en todas partes -desde el Mediterráneo antiguo hasta nuestras modernas democracias- un factor que determina decisivamente el modelo político y el diseño institucional de una sociedad.

Aristóteles, con el fin de excluir a los pobres libres del Gobierno y de asegurar a los ricos el monopolio de la vida pública, se opuso en su Política a la remuneración de la función pública. Por esa misma razón, el famoso filósofo atacó sin piedad la reforma constitucional de Ephialtes, que consistió precisamente en que los cargos del Gobierno, así como la participación en las asambleas deliberativas y en los tribunales populares de justicia, fueran remunerados con fondos públicos. Esta reforma trajo consigo la impresionante participación del pueblo llano en la vida política y, de hecho, Atenas fue una república gobernada ininterrumpidamente por el partido democrático de los pobres (el partido de Ephialtes, Pericles, Sófocles y Demóstenes) durante 140 años, hasta su conquista por el imperio macedonio.

Salvando las distancias, casi 24 siglos después, EEUU ha realizado el viejo sueño de Aristóteles. En aquel país es prácticamente imposible que una persona pueda acceder a un cargo público relevante salvo que disponga de una inmensa fortuna o esté respaldado por un lobby económico. Un singular sistema electoral y una decisión del Tribunal Supremo, cuando sentenció que el dinero declarado que se emplee en elegir candidatos y promocionar intereses comerciales en Washington es una forma de libertad de expresión protegida por la Constitución, transformaron una república representativa en una plutocracia.

Si queremos evitar que estos modelos prosperen en nuestras sociedades, como interesadamente muchas voces reclaman a diario, debemos asegurar un sistema de remuneración de los cargos públicos y una financiación de los partidos políticos que les permita desempeñar de forma independiente el papel preeminente que les atribuye nuestra Constitución en defensa del interés general. Pero para ello es imperativo recuperar el prestigio de la función pública, establecer una total transparencia en la vida política, articular un eficaz sistema de incompatibilidades y abolir cualquier privilegio que solo genera agravios comparativos y rechazo social a la función pública, para regocijo de intereses privados y especulativos que generan las crisis sin que nadie les pida responsabilidad alguna y cuya pretensión es evitar todo tipo de regulación y control democrático.

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