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Columna
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Los brotes ERE

Tengo 34 años y un trabajo estable. Como cualquier persona de mi generación habrá deducido rápidamente, soy funcionario. Y es que, lamentablemente, esa es la realidad de nuestro país hoy en día. Si tienes menos de cuarenta años, las posibilidades de disfrutar de un empleo no precario pasan por haber opositado o por tener un origen socioeconómico muy privilegiado que te garantice cierta indemnidad al margen de las marejadas del mercado laboral. Por supuesto, supongo que también habrá por ahí alguna excepción a esta regla, de igual manera que hay gente a la que le toca el Gordo de la Lotería de Navidad o, en tiempos de burbuja, había quien lograba una VPO. Pero la regla general es la que es. Y me parece sorprendente la facilidad con la que parecemos dar esta situación por irreversible.

Desde hace años venimos leyendo y oyendo la misma cantilena. España, y más en concreto el País Valenciano, tienen un problema agudo de desempleo debido a la "falta de flexibilidad de su mercado laboral". Traducido al cristiano, eso quiere decir que no basta que el despido sea libre (como es y ha sido siempre en España) sino que además tiene que ser barato. Cada vez que sube el paro, el consenso de economistas, políticos y agentes sociales varios es siempre el mismo: hay que abaratar y facilitar más el despido. Así llevamos más de 20 años. Y el desempleo y la precariedad no hacen más que aumentar.

Pocas cosas resultan tan increíbles como la capacidad que tienen los prejuicios interesados para sobrevivir a las embestidas de la realidad. Ninguna de las sucesivas liberalizaciones del mercado laboral ha logrado que el diferencial de paro de España respecto de Europa desaparezca. Da igual. Los reiterados fracasos de la receta, al parecer, no son elementos a tener en cuenta para ponerla en duda. Tampoco el hecho de que las regiones de España con menores tasas de temporalidad y más estabilidad en el trabajo (Euskadi, por ejemplo) sean sistemáticamente las que más ocupación generan. Algo que, por cierto, también ocurre en Europa, donde la ecuación es la contraria de la que nos aseguran los doctores de la precarización: son los países que tienen más garantías y protegen más a sus trabajadores, como Alemania, los que destruyen menos empleo, mientras a los campeones de la temporalidad, como España, nos va como nos va.

Obviamente, para los sabios de turno estas objeciones y estos datos no tienen valor alguno porque, nos dicen, cada economía tiene sus peculiaridades y no se pueden comparar debido a las distintas características de cada sector productivo. Si esa es la clave, entonces, ¿tiene sentido centrar todos los esfuerzos en convertir a los trabajadores en carne de cañón? Sobre todo cuando, por cierto, habría que empezar a cuestionarse si un modelo de relaciones laborales regido por la temporalidad, la inestabilidad y la absoluta subordinación del empleado a sus jefes ayuda a construir un tejido productivo con más valor añadido. Parece evidente que es más bien lo contrario. No es arriesgado apuntar que cualquier trabajador cualificado y toda actividad puntera requiere de estímulos positivos y de cierta tranquilidad. No solo de miedo a perder el trabajo puede vivir la productividad. Sin embargo, esa es la realidad en la que quieren que toda una generación viva. Pero las razones que nos dan no se entienden. Por eso no podemos resignarnos.

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