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Columna
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Saga islandesa

Vicente Molina Foix

Creo que a ningún novelista, ni siquiera a Julio Verne, se le ocurriría situar una peripecia vital entre el barrio de La Latina y la capital de Islandia. Ese fue sin embargo el eje de la mayor parte de la vida adulta de Jaime Salinas, que murió el martes en Reikiavik a los 85 años. Hay que reconocer, para ser sinceros, que este hombre de libros -hijo, hermano, cuñado, tío y esposo de escritores- nació bien dispuesto para la fábula. No todo el mundo nace en un lugar de África llamado Maison-Carrée, entre pied-noirs de cuño alicantino, ni crece, como Jaime, oyendo recitar en casa a la plana mayor de la generación del 27 y teniendo en sus manos la pajarita de papel que un día le hizo Unamuno. Después vino la épica prometedora y aciaga de nuestra historia: la República, la Universidad Menéndez Pelayo (donde su padre, el poeta Pedro Salinas, estuvo al frente de los cursos de verano), la Guerra Civil, el exilio. Y, por si todo eso fuera poca aventura, el educado estudiante, entonces más norteamericano que español, volvió a Europa antes de cumplir los 20 años como voluntario del American Field Service en la II Guerra Mundial, donde salvó vidas en vez de quitarlas, y pudo, aun desarmado, entrar con las tropas aliadas que liberaron Alsacia y Lorena. Estaba, pues, preparado para librar batallas en el belicoso campo de las letras.

Hay pocas vidas como la de Jaime Salinas tan repletas de lo que en inglés se llama 'romance'

Después de un tiempo barcelonés (que tanto nos gustaría revivir en el relato de las numerosas cartas inéditas que Jaime le fue escribiendo al novelista y traductor Gudbergur Bergsson), Salinas se instaló en una casa del viejo Madrid dotada de peculiaridades, de nuevo a medias entre lo castizo y lo foráneo. En el portal de al lado del edificio familiar que él heredó había nacido Lina Morgan, lo que se recuerda en una primorosa placa, anterior por cierto a la que le pusieron a Salinas padre.

El ático que ocupó, y del que salió, en la última semana del pasado diciembre, para su definitivo viaje islandés, tenía un interior reñido con el exterior. El salón, los cuartos, el mobiliario, la cocina vista; todo eso era nórdico y límpido, en algún rincón drásticamente dreyeriano. Pero se asomaba uno al mirador de la gran terraza y allí estaban los bulbos de las torres barrocas y el tejadillo de las corralas, con el aroma, si era verano, de alguna fritanga vecinal. En sintonía con esa dualidad constitutiva del carácter de Jaime, sus restaurantes favoritos de la zona eran un ruso en la plaza de la Paja y el merendero abierto de Las Vistillas, que le sobreviven. Otras polaridades salinescas, admirablemente encajadas en su persona: hablaba igual de bien el francés que el inglés, diciendo no saber escribir correctamente el español; de ahí el toque mundano de intercalar en postales, invitaciones y notas galantes palabras sueltas en aquellos idiomas. Pero de repente, retirado del mundo de la edición, de las copas y de otras vanidades menos volátiles, Salinas, cercano ya a los 80 (corría el año 2002), pidió asesoramiento para un tomo de memorias que había estado escribiendo, sin darle importancia, y de cuya prosa se sentía inseguro, por culpa de esa lengua o alma suya escindida.

El volumen, más extenso del que luego salió publicado bajo el título de Travesías en Tusquets Editores, estaba estupendamente escrito, con verdad, con humor, con mirada y voz propias, y de los dos proyectados es el único que dejó, como la coda incompleta de alguien que en todo huía de lo abrumador. También se recuerda su fase política, que consistió en no saber decir que no, por délicatesse, a la llamada de Javier Solana, primer ministro de Cultura socialista, ocupando así algo más de tres años el puesto de director general del Libro y Bibliotecas.

Hay pocas vidas, al menos en mi entorno, tan repletas de lo que en inglés se llama romance. La infancia africana, las luminarias republicanas entrando y saliendo en el cuarto de los niños, el tedio cultivado de los campus de Nueva Inglaterra, la misión militar en las ambulancias bajo los obuses, el enfrentamiento al padre que no le comprendía en lo que era, la revolución del mundo español del libro de calidad, las francachelas con los literatos, el celo krausista con el que obligaba a los amigos jóvenes a acabar los estudios, viajar al extranjero y hacerse hombres de provecho. Un romántico sin melodrama. Y luego la propia Islandia. Hace siete años, un grupo de amigos pasamos 15 días en la isla donde nacieron las sagas medievales, que vivía su esplendor previo a la burbuja bancaria, más explosiva que las nuestras dado el carácter volcánico concentrado del lugar.

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Jaime no conocía tan al detalle como era de esperar el pequeño país que visitaba regularmente desde los años 1960, como si su vivencia de aquellas tierras que amaba tanto hubiera sido la de una Islandia interior. Yo llevaba para las noches, que ya se sabe lo indeterminadas que allí pueden ser, cinco volúmenes de sagas en traducción inglesa y española, y su lectura me marcó. Casi tanto como el paisaje, tal vez el más hermoso y desconcertante que nunca he visto, surcado de hendiduras que escupen agua, de lagunas de todos los colores, de ríos sulfurosos que a veces llegan hasta el glaciar frente al que nos fotografiamos con él. Da sosiego, con toda la pena que da perderle, saber que el resumen del cuerpo de ese hombre que llevó tan bien el ser dos, quedará fundido en el suelo ardiente de aquel paraíso helado.

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