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Columna
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Huelga general

Encuentro a un amigo, Víctor Santidrián, en la calle. Víctor es un madrileño de Chamberí, profesor instalado en Galicia -las desgracias nunca vienen solas- y, si no ha cambiado en los últimos tiempos, de una izquierda contundente. Nos saludamos y me dice: "No sé qué pensar. Las malas noticias se nos echan encima a borbotones. Pero el modo en que la gente reacciona a la crisis es muy decepcionante". ¡La crisis! No hay otro comentario en el ambiente. La atmósfera está tensa, sutilmente cargada de una electricidad que puede echar chispas en cualquier momento. Hay un malestar que no tardará en manifestarse como abierto cabreo, agriando las conversaciones. La demagogia ya empieza a mostrar su feo hocico. Las interpretaciones a pie de calle de los que nos está pasando rozan lo descabellado, suelen tener a los políticos en el punto de mira -perfectos chivos expiatorios para una sociedad que ha decidido ser inocente per saecula saeculorum y que es incapaz de reconocer su parte alícuota de responsabilidad- pero nunca apuntan al corazón de la bestia.

La atmósfera está cargada de una electricidad que puede echar chispas en cualquier momento

La gente intuye oscuramente que al Diablo hay que temerlo pero no mentarlo y mucho menos enfrentarse a él. Así que Víctor tiene razón en lo que sugiere. Todos nos hemos mirado a la cara por un instante y hemos decidido un sálvese quien pueda silencioso mientras echamos las cuentas de cuanto nos afectará todo esto. Por otro lado, todos confiamos en que el derrumbe no sea espectacular, a pesar de ciertos indicios amenazadores. Lo peor de todo es que son los mismos que la han provocado los que saldrán de ella reforzados. Si a uno le bajasen el salario o le hiciesen jubilarse más tarde para pagar los cuatrocientos y pico euros de los parados, vale, pero ¡que ese dinero vaya a pagar los intereses de la deuda de gente que se ha hecho millonaria comprando y vendiendo pisos, o de los banqueros y ejecutivos enriquecidos a base de bonus y stock options! Los jóvenes de hoy vivirán peor que sus padres pero tienen una confianza ciega en el capitalismo. Los hijos de la abundancia carecen de imaginación para otra cosa.

En ese estado anímico, la CIG ha convocado una Huelga General, mientras CC OO y UGT se debaten en un mar de dudas. Nadie puede negar que la reforma de las pensiones es un asunto muy gordo. Pero la huelga del 27 de septiembre ha dejado un regusto amargo. Los sindicatos saben que no se pueden permitir un fracaso, si su estrella no ha de declinar entre la clase obrera. La derecha ha hecho popular una cantinela que culpabiliza a los sindicatos mientras deja en suspenso la responsabilidad de las Fadesas y los numerosos pufos que todos sabemos resguardan a la curiosidad del público bancos y cajas de ahorros. Y para qué vamos a mencionar el pequeño detalle de que en España el capital apenas sí devenga impuestos, como puede explicarle al público cualquier catedrático de Hacienda Pública. O ese 30% de economía negra salomónicamente repartido entre los diversos estratos sociales.

El precio y las condiciones del trabajo se degradan en todas partes pero preferimos ignorarlo. Preferimos no pensar en las implicaciones acerca de qué clase de sociedad estamos promoviendo. Sin embargo, la tendencia es muy clara. Desde hace décadas las diferencias sociales se están agudizando y saldremos de esta crisis con una gran polarización. Sin duda, estamos ante una recomposición interna del capitalismo en la que el peso de los salarios se está reduciendo al mismo tiempo que se concentra la riqueza. En un informe reciente se argumentaba que los márgenes de la clase media se están reduciendo ostensiblemente, entre una pequeña cifra de superricos y una bolsa creciente de nueva pobreza. Que el capitalismo reaccionaría así a la inexistencia de peligro revolucionario y de un poderoso movimiento obrero era previsible. Más curioso es el hecho de que China -una especie de Estados Unidos del XIX trasladados al siglo XXI- ejerza una especie de dumping social en todo el planeta. El capitalismo comunista asiático lo ha puesto todo patas arriba.

¿Sobrevivirán la izquierda y los sindicatos a este tsunami neoliberal? Allá por los años setenta del pasado siglo vivió el comienzo de su declive, que perdura. Las fuerzas sociales de izquierda no supieron zafarse o enfrentarse a la revolución conservadora que hoy lo anega todo. Lo difícil no es entender la crisis. Al contrario, vivimos en una época transparente, saturada de información, en la que cualquiera, con un poco de esfuerzo del magín, puede descubrir al asesino. Lo que sucede es que estamos viviendo los estertores de un mundo y el comienzo de otra era. El futuro, sin embargo, incluso el inmediato, es de una opacidad sin fisuras. De momento, a la hora de convocar una Huelga general los sindicatos se enfrentan al escepticismo acerca de su utilidad. Saben que no pueden gastar la pólvora en vano pero que han de responder al desafío. Ese es su dilema.

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