El redescubrimiento del arte americano
Según Kathleen Adler, una de las responsables de la exposición American in Paris 1860-1900, que itineró por importantes museos de Nueva York, Boston y Londres durante 2006 y 2007, en 1888 había afincados en París ¡mil artistas estadounidenses!, de entre los cuales ¡un tercio eran mujeres! Creo que los signos de admiración que acompañan estos datos están más que justificados, no sólo por la asombrosa cuantía del censo, sino, sobre todo, por la absoluta ausencia de huella histórica que dejaron semejante plétora de aspirantes al éxito. En realidad, hasta casi la actualidad, salvo unas pocas excepciones -Winslow Homer, Whistler, Sargent o Mary Cassat-, la mayoría de los artistas americanos seleccionados en la muestra antes reseñada -37 en total- eran prácticamente desconocidos fuera de su propio país y, presumo, que también dentro. Aunque, concluida la guerra civil, Estados Unidos, durante el último tercio del siglo XIX, no tardó en convertirse en la potencia industrial más poderosa del mundo occidental, lo que explica también ese exuberante florecimiento artístico de desplazar a un millar de inquietos aprendices al otro lado del Atlántico, resulta sorprendente su ulterior "desaparición". Pues bien, otro tanto ocurrió con los miembros de las siguientes generaciones, que sucesivamente fueron tragados por el olvido, hasta, por lo menos, la segunda mitad del siglo XX, cuando, casi por ensalmo, no parece haber ningún artista relevante que no sea americano, se haya nacionalizado o, por lo menos, resida en Nueva York.
Es evidente que la historia del arte de un gran país, con dos siglos y cuarto de existencia independiente a sus espaldas, no puede limitarse sólo a las últimas décadas. Aunque más razonable, tampoco es creíble la interpretación paranoica que algunos defienden de que el triunfo del arte americano tras la Segunda Guerra Mundial fue el producto de una conspiración de la CIA durante la guerra fría. Por tanto, a fin de cuentas, lo que sí parece adecuado como explicación es la obviedad de que fueron los propios americanos los que no creyeron -o en muy poca medida- en el valor "moderno" de su propio arte hasta las recientes fechas indicadas. Significativamente, los principales valedores del liderazgo artístico americano a partir de 1950, los críticos y teóricos Harold Rosenberg y Clement Greenberg, no dejaron de insistir en que todo el arte americano anterior era un producto "provinciano".
¿Y hasta qué punto el formalismo promovido por estos críticos como infalible vara de medir lo vanguardista no fue sino la consecuencia lógica del formidable impulso tecnológico de su país, en tanto que la técnica lo simplifica todo en términos de innovación y futuro? Es algo que me permito apuntar para no repetir que el formalismo artístico es la salida natural de una cultura puritana; o sea: que, también en arte, work and progress. Sea como sea, la crítica estadounidense, desde hace unas pocas décadas, ha cambiado su forma de juzgar esa parte del arte que les interesa -su modernidad-, ahora desde una perspectiva más rica y compleja, que incluye también lo simbólico, lo cual, entre otras cosas, les ha permitido recuperar esos dos siglos de su pasado tradicionalmente estigmatizados. Para comprobarlo tenemos un ejemplo muy a mano a través de dos exposiciones, cuya exhibición coincide en Madrid: la titulada Made in USA: Arte americano en la Phillips Collection, que incluye 91 obras de 62 artistas diferentes, en la Fundación Mapfre, y la monográfica dedicada al paisajista Asher B. Durand, en la Fundación Juan March. Aunque la primera es un recorrido histórico, que abarca los siglos XIX y XX, lo chocante en ella es que casi sus cuatro quintas partes están dedicadas al arte americano de antes de la Segunda Guerra Mundial; esto es: a lo hasta ahora prácticamente obviado. Comisariada por Susan Behrends Frank, esta exposición está dividida en 10 apartados, que responden a un diseño académico bastante convencional del tipo de romanticismo, realismo, naturalismo, impresionismo..., pero, cuando estamos convencidos de que continuará la consabida retahíla de ismos de la vanguardia, y justo en el momento en que se habría de enhebrar con los del siglo XX, se produce una cesura y se nos habla de 'Naturaleza y abstracción', 'La vida moderna', 'La ciudad', 'Memoria e identidad', etcétera, que son denominaciones genéricas y, por tanto, intercambiables. Luego, tras estos apartados, relativamente se retorna al orden ortodoxo de lo moderno con 'La herencia del cubismo' y 'Grados de abstracción', para, por fin, y sólo al fin, retornar a lo establecido: 'El expresionismo abstracto'. ¿Qué está pasando entonces con el relato de lo moderno del arte moderno americano para acudir a todos estos eufemismos, reveladores de una actitud aprensiva, como de quien no sabe aún qué hacer con las piezas del puzle? Por de pronto, que se está cambiando el modelo narrativo; esto es: que se quiere contar la historia del arte americano de otra manera.
En cierto sentido, algo parecido está ocurriendo con el relato general del arte moderno en cualquier parte del área occidental, quizá porque el modelo americano hasta ahora universalmente vigente ha entrado, como se dice, "en crisis". En cualquier caso, el resultado de esta crisis aporta algún rendimiento indudable, como llevar a una zona de visibilidad a un conjunto de artistas hasta ahora poco conocidos y, sobre todo, incomprendidos, entre los cuales, siguiendo la selección de la Colección Phillips, hay algunos de una calidad e interés tan formidables como Albert Pinkham Ryder, Thomas Eakins, Maurice Prendergast, Mardsen Hartley, Arthur G. Dove, Georgia O'Keeffe, Robert Herni, Guy Pène du Bois, Charles Sheeler, Stuart Davis, Milton Avery, etcétera. Se podrían citar otros nombres, que he eludido por ser más reconocidos, como Edward Hopper, sin que ese reconocimiento le haya servido por el momento para entrar en la narración oficial, salvo como "curiosidades" o "excepciones".
En el caso del pintor y grabador Asher B. Durand (1796-1886), que ahora se muestra en la Fundación Juan March mediante 140 obras, no hace falta apuntar al respecto más que lo que se declara en su presentación oficial: "Que es la primera muestra monográfica dedicada al artista fuera del país", una prueba irrefutable de lo que venimos comentando a lo largo de todo este artículo. Es verdad que el relato histórico no deja de rehacerse nunca cada vez de nuevo, pero, cuando se refiere al arte, su reconstrucción siempre es más espinosa. Y es que la belleza, como la rosa, tiene espinas. Florece y se deshoja. Cambia, en resumidas cuentas, sí, pero jamás "progresa". Este redescubrimiento del arte americano es un aleccionador ejemplo.
Made in USA. Arte americano de la Phillips Collection. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 16 de enero. Los paisajes americanos de Asher B. Durand (1796-1886). Fundación Juan March. Castelló, 77. Madrid. Hasta el 9 de enero.
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