El baúl de los recuerdos
Una de las ventajas de Internet, a la espera de que proporcione otras todavía mayores, es que ya no hay que esperar a la desclasificación de documentos secretos cuarenta años después de lo que en ellos se cuenta para estar al loro de lo que ahora mismo está sucediendo realmente en el mundo de la alta política, altas finanzas, alta porquería. Bien que lo siento, pero las hazañas de un Miguel Strogoff como correo del zar, cualquiera de ellos, se han acabado de una manera muy poco romántica pero mucho más efectiva, porque cuando ha de cambiar de montura a fin de llegar a tiempo de entregar su misiva ya hace días que circula por la red. No es ya que la alta tecnología electrónica liquide un esforzado romanticismo que en realidad nunca existió, sino que inaugura esa querencia por medios mucho más veloces y tal vez más efectivos. Y sobre todo más amplios, así que la carta del zar o de sus secuaces o de sus imitadores o de sus funcionarios llega a su destino antes de que el héroe de antaño monte al equino que habrá de llevarle a su destino. La globalización también era esto, como en su momento explicó Manuel Castells, de manera que cualquier inocente correo electrónico viaja por el ciberespacio hasta que alguien lo caza, pero lo mejor es que también se cazan los correos perversos.
Si hemos de estar expuestos a la información de los internautas, mejor que lo estemos todos que ninguno, así tendrán que hacer un barrido de comunicaciones en los que los mensajes para una cita con la novia se fusionan con las expresiones dolosas o burlonas o despectivas de un secretario de Estado. El juego es fascinante, y alcanza los recortes de la veracidad hasta un extremo que hasta hace poco tiempo parecía inverosímil, como la violación interesada de la intimidad en los facebooks o la sinceridad tantas veces fingida de los twitter, con lo que casi por primera vez en nuestra historia todo el mundo está rodeado de posibles heroísmos más o menos anónimos o declarados. Y como según parece hay Wikileaks para rato, ahí tenemos a Julian Assange como héroe merecido de una historia que acabará por machacarle, pues no se revelan así como así los grandes secretos, siempre peligrosos para todos, de los nuevos zares. Otra cosa es si esa meritoria actividad es periodismo o una correa de transmisión, por cierto que nada simple, que se ofrece sin apenas procesar.
Y, sin embargo, es un material del que los medios escritos no pueden dejar de dar cuenta, no tanto para volcar sin más lo que dice la fuente informática a papel impreso como para intentar desentrañarlo en toda la amplitud de sus detalles. Y ahí se ve claramente que, por ahora, la colaboración entre los medios resulta imprescindible para informar a los lectores. El soporte es distinto, pero ambos lo deben todo a la lectura.
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