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Columna
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Chillida y el sueño

Juan Cruz

Chillida fue un símbolo, él mismo, no solo su museo, el que ahora cierran el tiempo y la crisis.

El símbolo. Hablaba con las manos muy abiertas, como si abrazara el aire. Cada gesto de las manos era un proyecto: de una escultura, a veces; de un sueño. Un día contó que había tenido un sueño: abrir una montaña, dejar que le entrara el sol, hacer de la montaña un monumento a la luz.

Lo dijo en la prensa. Unos amigos de Gran Canaria que trabajaban en la reconstrucción del patrimonio terrestre de Fuerteventura creyeron que tenían esa montaña para Chillida, Tindaya. Le hicieron llegar unos planos al escultor; este los estudió, con el mismo entusiasmo con que dibujó las manos, para entenderlas.

Por el camino surgieron impedimentos, técnicos, administrativos, políticos; se puso en marcha la maquinaria del lugar común y de la mezquindad, y a Chillida se le fue borrando del rostro la ilusión que buscaba.

La ilusión es como el olor que uno se lleva de los primeros días de la escuela; persiste, y uno sigue aprendiendo, o no persiste, y uno se pone en el pupitre de atrás, como para irse.

Chillida siempre estuvo en los pupitres de adelante, con la ilusión intacta, oliendo las tizas, los lápices nuevos, abriendo las manos para atajar balones o el aire. Lo recuerdo caminando por el paseo de La Concha, su playa, y señalando la altura a la que le venían los balones, cuando era portero; ya estaba en los últimos años de su vida, antes de perder la memoria, y hacía esos gestos como un chiquillo que no hubiera dejado la escuela: saltando de veras, mostrando la altura que quería indicar mientras su cuerpo se balanceaba en el aire.

Gracias a su ingenuidad, su honda teoría acerca del peso del aire tenía la levedad de un poeta, no la pesadez áurea de un filósofo, así que daba gusto escucharlo; por su boca hablaba la cotidianidad del arte, no el espejuelo triste de las doctrinas.

Era un hombre cabal, por cierto. Sé, porque lo dijo e incluso me lo dijo, que la mezquindad mayor que cayó sobre su conciencia como un martillazo horrible fue lo que dijeron sobre los dineros que iba a percibir por aquella montaña rasgada en la que quiso meter el sol como un cuchillo de cristal. Le dejó atónito tanta miseria, y se le fue apagando el entusiasmo al mismo tiempo que se le fueron apagando las luces de la vida.

En ese último periodo, cuando aún quedaba en sus manos y en sus ojos el brillo de lo que se espera, Chillida nos llevó al que iba a ser su museo, el que ahora queda en suspenso. Jugaba entre las esculturas, iba de una a otra como si él les diera vida. En su pelo ensortijado de sabina alocada del Hierro canario había como ciscos del monte, que él se iba quitando como si peinara el viento. Luego subió a un cobertizo que aún no era el habitáculo de las oficinas del museo, y se quedó mirando con cierta extrañeza. "¿Todo esto es mío?".

Cuando lo inauguraron ya no lo miraba como suyo, pues él mismo no se sabía suyo. El fin del museo es el final de un sueño, y Chillida no se merece que se le rompan todos los sueños.

Chillida, a los pies de la montaña de Tindaya, en Fuerteventura.
Chillida, a los pies de la montaña de Tindaya, en Fuerteventura.

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