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Columna
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Política

En el pasado, la forma en que las crisis coyunturales se resolvían en España era bastante simple. Cuando nuestra balanza exterior se deterioraba, y con ella el endeudamiento exterior, hasta un límite insostenible (generalmente porque la inflación se comía nuestra competitividad), entonces se devaluaba la peseta, nuestras exportaciones crecían de nuevo, tiraban de la demanda y volvíamos a crecer, hasta que la inflación (empujada por unos servicios al margen de cualquier competencia) devoraba el impulso inicial y volvíamos a devaluar. Naturalmente este proceso tenía una cara oculta que, como su nombre indica, nadie quería ver. Tras cada devaluación, los españoles se empobrecían un poco más. La energía, las materias primas y la maquinaria que nuestras empresas necesitaban se encarecían, mientras los consumidores tenían que pagar un precio mayor por los productos y servicios provenientes del exterior. Era un crecimiento, pues, tan sincopado como quebradizo, que ayudaría a explicar una buena parte de nuestros problemas actuales.

El modelo alemán era diferente. Un marco fuerte, asentado en una muy baja inflación, les obligaba a concentrarse en la variable clave que determina la solidez de una economía a largo plazo: su productividad. Contrarrestando los aumentos de salarios con los avances en la productividad, los alemanes lograban contener los costes laborales unitarios y mantener así intacta su competitividad exterior, consiguiendo superávits comerciales espectaculares aún cuando su moneda se revalorizara continuamente en los mercados de divisas.

La incorporación de España al euro era, pues, una condición necesaria para acabar con un modelo de crecimiento perverso asentado en el binomio inflación-devaluación. Pero no era suficiente. La incorporación a la moneda única y a la economía genuinamente global requería a su vez de una nueva concepción general del modelo productivo que solo ahora, ante el desastre provocado por los mercados financieros, comienza a discutirse.

El problema es que para que esta nueva estrategia pueda concretarse se necesita con urgencia la comparecencia de la Política con mayúsculas; justamente en unos momentos en que los políticos alcanzan uno de los perfiles más bajos de la historia de la humanidad. No sé si las causas de ello son genéticas. Lo que es seguro es que se trata de un virus que se contagia a una velocidad mucho mayor que la de la gripe. Porque no solo se ha propagado entre la clase política española. También ha llegado a la Unión Europea, a EE UU, a China, al FMI, al G-20...

¿Qué hacer? En realidad lo sabemos desde que, en pleno siglo XIX, James F. Clarke proclamó que los políticos solo se convierten en auténticos hombres de Estado cuando dejan de pensar en las próximas elecciones y comienzan a pensar en las próximas generaciones. Una frase que Rajoy y González Pons debieran incluir con urgencia en su libreta de citas, al lado de esa otra que dice que "la culpa de... la tiene Zapatero" tan generosamente utilizada por ellos hasta ahora.

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