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Reportaje:

El carácter de Málaga

Antonio Soler descifra la esencia de la ciudad a través de su historia

Fernando J. Pérez

Pese a ser tres veces milenaria, Málaga permanece muy poco atenta a su pasado -para comprobarlo, y desesperarse, basta pasear una tarde entre los solares vacíos del centro histórico o por los Baños del Carmen, un pequeño edén rendido por el municipio a la cochambre-. Además, la ciudad anda despistada en un laberinto de vocaciones -hoy turística; mañana, tecnológica; pasado mañana, cultural; al otro, ya veremos- que impide intuir con claridad su futuro.

No siempre fue así. A mediados del siglo XIX, Málaga vivió una época de esplendor en lo económico -con grandes industrias del acero y el textil en torno a un puerto por el que además salía vino para toda Europa-. La ciudad competía con Barcelona por la primacía industrial de España y en sus barrios fabriles, como Huelin o El Bulto, bullían las luchas obreras. Ese auge fue efímero. Se frustró por una alta burguesía -los Larios, Loring, Heredia y demás familias ilustres- más preocupada por perpetuarse como dinastía a base de matrimonios endogámicos que por adecuarse a los nuevos tiempos, y por las constantes convulsiones políticas que desembocaron en la Guerra Civil.

El escritor publica un ensayo sobre el fallido salto a la modernidad del XIX

Málaga perdió su tren hacia la modernidad. Sin embargo, en la ciudad quedó un poso de inconformismo y rebeldía ante las horas bajas. El escritor Antonio Soler (1956) ha explorado esos años en Málaga, paraíso perdido, un ensayo en el que, a través de los hechos históricos, descifra el carácter de una ciudad que se manifiesta "siempre con unas décimas más de estridencia" que otras, "en el bien y en el mal".

El libro forma parte de una colección de la Fundación José Manuel Lara sobre ciudades andaluzas en la historia, en el que han participado ya autores como Juan Bonilla (La Costa del Sol en la hora pop), Antonio Gala (Granada de los Nazaríes), Juan Cobos Wilkins (La Huelva británica) o Antonio Muñoz Molina (Córdoba de los Omeyas). "Siempre me había interesado mucho este periodo lleno de vicisitudes. Había leído mucho sobre la Segunda República, y este proyecto me hizo ir hacia atrás hasta desembocar en esa época de ilusión colectiva de mediados del siglo XIX", afirma Soler.

El autor de El camino de los ingleses (Premio Nadal 2004) se documentó durante varios meses para rescatar del olvido episodios como el motín del cuartel de Segalerva, que en 1923 obligó al Gobierno a embarcar a los soldados de la guerra de Marruecos desde el puerto de Almería, más pacífico. O la revuelta de Benagalbón, de 1914, cuando el alcalde se negó a firmar las actas electorales que daban la victoria a la izquierda y un grupo de vecinos degolló a un guardia civil.

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Sin embargo, la parte del ensayo que más nostalgia puede generar en el malagueño doliente con su ciudad es la que describe la época de plenitud económica de la provincia, cuando la construcción de los 169 kilómetros de ferrocarril a Córdoba se completaba en cinco años -menos tiempo que los 14 kilómetros del futuro metro- y la ciudad avanzaba atropelladamente hacia la modernidad, en una ilusión que acabaría truncándose.

Málaga aspiraba a ser una segunda Barcelona, pero la burguesía del "cogollito de la Alameda" no tenía el carácter ilustrado de la catalana. "Mientras unos levantan el Liceo y sus hijos montan editoriales, aquí se dedicaban a ir a los toros", afirma Soler, que en su ensayo se detiene en las luchas entre el poder y una clase obrera muy concienciada.

Málaga, paraíso perdido es algo más que un libro de historia. En sus 186 páginas, Soler ha buscado, y en buena parte ha conseguido, trazar el "mapa anímico" de la actual "ciudad desvertebrada". "Málaga es un archipiélago con núcleos separados y pocos puentes. Eso forma parte de lo colectivo, somos muy emprendedores y muy individualistas, furtivos en nuestra propia guerrilla".

Antonio Soler, en una foto de archivo.
Antonio Soler, en una foto de archivo.VICENS GIMÉNEZ

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Sobre la firma

Fernando J. Pérez
Es redactor y editor en la sección de España, con especialización en tribunales. Desde 2006 trabaja en EL PAÍS, primero en la delegación de Málaga y, desde 2013, en la redacción central. Es licenciado en Traducción y en Comunicación Audiovisual, y Máster de Periodismo de EL PAÍS.
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