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Columna
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Ferias

En más de una ocasión he mencionado que las ferias del libro, las mayusculadas, las de las colas de admiradores frente al ídolo que rubrica y bosteza, las de las carpas, las de los ránkings de títulos mejor despachados y la megafonía, me dan un poquito de grima. Suponen una ocasión inmejorable para encontrarse con conocidos y afianzar amistades, sobre todo si uno se sitúa cerca del bar, pero jamás desaparece el olor a plástico y a caja de embalar, ni la sensación difusa de haber penetrado en un hipermercado donde se intenta seducir al incauto para que vacíe sus bolsillos mediante cartelones, no siempre bien educados. Por las que he conocido (la de Madrid, claro, y alguna de provincias, y luego, sobre todo, Sevilla, que es por donde suelo pasear), me da que las ferias del libro conceden el protagonismo, a pesar de su título, menos al libro en sí que a sus periferias: al autor, que es la mera causa eficiente que lo produjo pero ya no puede, o no debe, reclamar potestad sobre él; al editor, al que vendió su alma en un contrato firmado con sangre; a las distribuidoras, a los publicistas, a los medios de prensa, al cartoné. En realidad, el libro queda prácticamente extraviado en medio de la vorágine de presentaciones, sermones editoriales, cócteles, retratos de grupo; expuesto en las barracas con la portada mirando al cielo, como atunes en una lonja, contempla atónito cómo, bajo el pretexto de rendirle homenaje, hombres de chaqueta brindan, conspiran y hablan, hablan mucho.

Quizá detecto un poco de resentimiento en las líneas que escribo y quizá se deban, me digo, a que los tímidos no nos llevamos bien con las ferias. Salvo con una, que curiosamente también lleva el título de feria del libro, rematado en este caso por antiguo y de ocasión: yo, en mi modestia, la considero la única fiesta del libro auténtica, la única en que ese objeto delicioso ocupa el primer plano y la atención del visitante, por debajo del circo ruidoso en que suele presentar sus números.

Esta semana concluye en la Plaza Nueva la XXXII edición de la Feria del Libro Antiguo de Sevilla, entre charcos, escarcha y un poco de descontento. Aludo a lo del descontento después de conversar con algunos de los libreros que allí montan guardia y de oírles quejarse de la meteorología, que este año ha disuadido a muchos de asomarse a los estantes, de la crisis, que guarda pocos remanentes para estas cosas del polvo y las páginas, del negocio de la librería en general, que es una jeremiada eterna y casi obligatoria en boca de todo aquel que se dedique a este comercio. Pero, igual que siempre, igual que cada noviembre, he sentido el placer de recorrer los puestos y detenerme a registrar entre los lomos, en busca de la encuadernación insólita, del título imposible, del último regalo del azar o del olvido: aquí donde el libro sí se siente como en casa y es él y sólo él, sin colorantes ni aditivos, el verdadero anfitrión; aquí donde no hay carteles ni retratos, sino sólo el olor a papel viejo y como a otoño estancado sobre las baldas. Amo los libros usados como a las mujeres gastadas, que vienen de vuelta, porque todos tienen una historia que contar, más allá de los signos trazados en su piel: un cómputo proceloso de amores olvidados, de cosas que quedaron atrás, de regalos que terminaron por traspapelarse, de antiguos dormitorios y anaqueles en la tarde.

Todo lo que he escrito acerca de las Ferias del Libro es extensivo a las librerías. Mi querida Care Santos dice que en cualquier ciudad del mundo, por incomprensible que resulte la arquitectura o exótico el idioma, le basta con penetrar en una librería de viejo para encontrarse, de nuevo, en casa. Y tiene razón. Si el hogar es aquel rincón del universo donde nos sentimos a cubierto de todo granizo y amenaza, entonces mi techo y mis paredes son de papel: preferentemente con márgenes anchos, para tomar nota.

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