Tres generaciones consagradas al barroco
La interpretación historicista de la música pretérita es sin duda el debate de mayor calado que ha conocido este sector de la cultura a partir de la segunda mitad del siglo XX. De hecho se trata de un debate que entronca directamente con la modernidad por lo que tiene en su origen de experimentalismo. Solo que este, comparado con otros que no prosperaron, ha acabado por crear un nuevo público, es decir, un mercado dinámico y estable. ¿Cómo empezó todo? Nikolaus Harnoncourt, precisamente, ha reflexionado a fondo sobre el hecho de que, tan solo 200 años atrás, la música que se interpretaba y se escuchaba era la estrictamente contemporánea, mientras que la compuesta apenas unas décadas antes quedaba irremisiblemente arrumbada en el desván o, a lo sumo, reciclada como una extravagancia alla antica. Tenía que ser el historicismo romántico el que estableciera una nueva forma de aproximarse a ese repertorio como objeto de arte, portador de unos valores que volvían a conectar con el espíritu del hombre contemporáneo. Hay una fecha comúnmente citada como fundacional de esa inversión de óptica: la dirección de Felix Mendelssohn, en Berlín, en 1829, de la olvidada Pasión según san Mateo de Bach. Esa fue la punta de lanza destinada a atravesar el siglo XX: en su estela, a partir de los años treinta, Pau Casals normalizó las Suites para violonchelo como repertorio de concierto, mientras que Wanda Landowska haría lo propio con las Variaciones Goldberg. Ese afán por el redescubrimiento llega reforzado hasta nuestros días y en este sentido cabría concluir, con Adolfo Salazar, que seguimos siendo deudores del Romanticismo. Ahora bien, a partir de la década de los años cincuenta, en consonancia con el creciente interés que en todas las disciplinas artísticas suscita la cuestión del lenguaje, se introduce un nuevo cambio de perspectiva con el repertorio antiguo. La operación no es ya la de acercar el pasado a la sensibilidad contemporánea, sino al revés, de conducir a esta hasta un supuesto "sonido original" construido científicamente, es decir, previo contraste de fuentes, pormenorizado análisis de la partitura e investigación profunda de los instrumentos de época. Los dos grandes padres fundadores de esta tendencia fueron Harnoncourt y Gustav Leonhardt cuando acometieron la grabación de las cantatas de Bach. Esa operación revolucionaria suscitó un encendido debate entre apocalípticos e integrados: los primeros despreciaban la frialdad de laboratorio de esas interpretaciones y las pocas concesiones a la emoción que se permitían, al tiempo que los segundos defendían sus postulados como la única verdad revelada.
¿Qué ha ocurrido después? Pues que el oído del público ha aprendido a escuchar el "nuevo sonido original" y lo ha hecho mayoritariamente suyo. Ello ha sido posible gracias a la segunda generación de intérpretes con instrumentos originales, nacidos a partir de los cuarenta, como Ton Koopman, Christopher Hogwood, Eliot Gardiner o Jordi Savall. Este último sintetiza mejor que nadie el boom de esta música cuando, en 1991, recupera el repertorio para viola de Sainte-Colombe y Marin Marais (siglo XVII) para la película Tous les matins du monde, de Alain Corneau. Esa música, como el gregoriano de los monjes de Silos, se convirtió por esos años en un inesperado fenómeno de masas que entró incluso en las discotecas a la hora del cierre.
¿Dónde estamos ahora? Para la tercera generación de intérpretes de música antigua la discusión lingüística ha quedado definitivamente atrás. Se acercan al repertorio sin complejos, con la misma tenacidad que sus predecesores para volver a la luz las obras que lo merecen, pero con menos remilgos filológicos y restricciones interpretativas a la hora de consignarlas. Y si las dos primeras generaciones pertenecieron mayoritariamente al centro y el norte de Europa (no se olvide que Savall se formó en Basilea), la tercera ha ampliado hacia el sur su radio de acción. Dos casos han sido modélicos en la recuperación del repertorio barroco de sus respectivos países: el italiano Fabio Biondi, que se formó, entre otros, con Savall e intervino en la banda sonora de Tous les matins du monde, por la misma época en que fundaba su grupo Europa Galante; y el español Eduardo López Banzo, que estudió en Ámsterdam con Leonhardt y a su regreso en 1988 fundó el grupo Al Ayre Español. Son dos ejemplos vivos de que la música interpretada con instrumentos originales no ha dicho aún su última palabra. Pero para que ello sea posible hizo falta que una primera generación rompiera el hielo, ni que fuera con las armas de la intransigencia.
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