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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

La austeridad de los millonarios

Manuel Rodríguez Rivero

Lo que se aprende viajando. Como cada año, me marqué un viaje a Londres para ver un par de exposiciones que me interesaban y hacerme una idea de cómo marcha el negocio del libro en el inicio de la campaña navideña. Volé, como suelo, en una low cost a la que me permitirán llamar Cutrejet. No era el único: en mi avión también viajaba, por ejemplo, don Jaime de Marichalar, con discreto equipaje de mano de Vuitton. Ya sé que soy un resentido, pero no pude evitar componer un pareado: "Quién te ha visto y quién te ve / hoy volando en Cutrejet". No suelo dar consejos a mis improbables lectores, pero me voy a permitir uno: piénsenselo bien antes de viajar a la capital británica en fin de semana. Los sábados y los domingos se convierte en un pandemonio a cuenta de las interminables obras emprendidas para evitar que el metro se venga abajo (aún más), y que continuarán, por lo menos, hasta los Juegos Olímpicos. Se aprovecha el week-end para clausurar dos o tres líneas estratégicas (Circle, Piccadilly y Jubilee, por ejemplo), porque son días de descanso y, por tanto, no afectan a la producción, que es lo único que cuenta. No importa que los sufridos ciudadanos que se desloman el resto de la semana se las vean y deseen para cultivar sus ocios: que se fastidien y se queden en casa, así trabajarán el lunes con más brío. A los ciudadanos británicos también los tienen contentos por otros motivos. Por el proyecto de recortar (hasta su supresión total) el subsidio a los parados que rechacen ofertas de empleo, por ejemplo. Ya lo decía San Pablo (patrón de los gobernantes austeros) en su segunda epístola a los Tesalonicenses (3,10): "Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma". Así se procedía con los siervos de la gleba, y ahora se impone rescatar las buenas costumbres de antaño. Lo que parece un poco de recochineo es que en el austero Gobierno de Cameron se incluyan dieciocho -han leído bien: 18- millonarios. En fin. Respecto a los objetivos de mi viaje, visité numerosas librerías del centro: más vacías, a pesar del reclamo de tres libros por el precio de dos y de los descuentos generalizados en best sellers (adquirí Port Mortuary, la última novela de Patricia Cornwell, al 40% del "precio recomendado"). Funcionan bien -como sucede aquí- una veintena de títulos, y luego las ventas van menguando y las devoluciones creciendo (en progresión geométrica). En cuanto a las exposiciones, ni la retrospectiva de Gauguin, ni la enorme muestra Newspeak: British Art Now de la Saatchi (vomitiva, con pocas excepciones) consiguieron conmoverme. Y a la instalación de Ai Weiwei, en la sala de turbinas de la Tate Modern, le han quitado casi toda su gracia, al impedir que la gente camine (y haga ruido) sobre los 100 millones de pipas de girasol de porcelana. Encontré lo más interesante en galerías comerciales. Por ejemplo, la muestra de Leon Kossoff en la Annely Juda: a sus 84 años el gran expresionista británico sigue dando muestras de vitalidad y maestría, con esos emocionantes y autobiográficos cuadros rebosantes de pintura y serenidad en los que se representa reiteradamente un viejo cerezo apuntalado con contrafuertes de madera para que no se venga abajo. Pero el auténtico éxito prenavideño lo constituye la exposición Christine Keeler, My Life in Pictures (en la Mayor Gallery de Cork Street), una muestra de setenta fotografías de la célebre modelo y show girl -llamémosla así- que consiguió poner en la picota (1963) al Gobierno (también) conservador de Harold Macmillan, al hacerse público que la avispada muchacha se acostaba al mismo tiempo (aunque a distintas horas) con el secretario de Estado para la Guerra, John Profumo, el proxeneta y narcotraficante Johnny Edgecombe y el agregado naval de la Embajada soviética Yevgeni Ivanov. Una bicoca para los chicos del MI-5. De la importancia como icono pop de la Keeler en el imaginario (masculino) británico da buena cuenta el hecho de que muchas fotografías (algunas con tiradas de 50 copias y precios superiores a las 1.700 libras) ostentaban el distintivo de vendidas. Y es que con Keeler no hay austeridad (ni siquiera millonaria) que valga.

Auster

Siempre me pasa. Compro o recibo "el Auster" anual (esta vez Sunset Park, Anagrama) y me secuestro a mí mismo a cal y canto hasta pasar la última página. Es mi vicio, mi compulsión, mi pecado, mi indulgencia. No es que me ciegue ante sus carencias (a menudo la pifia hacia el final) y no me cansen a veces sus trucos de prestidigitador posmoderno y metanovelístico, pero me sigue subyugando el torrente narrativo al que me arrastra, esos personajes perfectamente dibujados y familiares que, sin embargo, guardan ominosos secretos y culpas, ese apego profundo al realismo que, por otra parte, le sirve para hipnotizar al lector e introducirlo más fácilmente en los pliegues y fisuras de lo aparente. Adoro a Auster como se adoran esos objetos transicionales que sirven a niños y a enamorados infelices para tomar aliento y marcharse (o regresar) a otra cosa: a Proust, por ejemplo, o a Balzac, o a Flaubert, de los que tanto aprendió el elegante y austero Auster, el más francés de los escritores norteamericanos de hoy. Sunset Park, su novela número 16, trata de muchas cosas. De la paternidad, por ejemplo, y del amor, y de las dificultades para ejercerlos. Auster coloca a su media docena de personajes contra el telón de fondo de la crisis -del otoño de 2008 a la primavera de 2009- y los deja moverse en ella, sin dejar de guiñar el ojo referencial a su lector: de Happy Days, de Beckett, a Los mejores años de nuestra vida, de Wyler, pasando por el Gatsby de Scott Fitzgerald. Si quieren pasar cinco o seis horas estupendas, déjense llevar por Auster. Les ayudará, sin duda, la tersa, vibrante, impecable traducción de Benito Gómez, a la que sólo le sobra la única N. del T. que aparece en el texto. Y, por favor, señor Herralde, regrese a los libros cosidos. No resulta tan caro, le distingue, y sus (fieles) lectores se lo merecen.

Traductores

Tropiezo en la Correspondencia de Italo Calvino (Siruela; selección de Antonio Colinas; traducción de Carlos Gumpert) con una carta sin desperdicio, de octubre de 1963, en la que el autor (entonces asesor en Einaudi) se pronuncia acerca del papel de la traducción y de su lugar en la crítica literaria. El texto debería ser de obligada lectura en todos los eslabones de la cadena del libro. Entre nosotros son pocos los críticos que se toman el trabajo de hablar (para bien o para mal) de las traducciones, y menos aún, de cotejar (antes de juzgarlas sumariamente) versión y original. El traductor tiene la responsabilidad que le confiere su condición de coautor de la obra en la lengua de llegada: merece respeto (también económico) y visibilidad y, por lo mismo, su trabajo debe estar sujeto a crítica razonada. El lector, que es en primer lugar un consumidor de libros, se lo merece. Precisamente estos días me llega la nueva entrega del Libro Blanco de la traducción editorial en España. Si quieren enterarse del actual panorama socioeconómico de este oficio imprescindible pueden consultarlo (gratis) en www.acett.org. De nada.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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