De servidumbre y lascivia
Unir los puntos para formar caprichosamente la figura literaria del pasado: a eso aboca pensar territorialmente los libros. La literatura inscrita en Castilla y León permite arabescos curiosos, dibujos abrumadoramente cuestionables.
Probemos este diagrama: el Cid cabalga, en efecto. Su armadura se cubre de polvo y en sus uñas se seca la sangre. Marcha de Burgos, cruza Soria. Su ruta castellana de destierro es en realidad una ruta publicitaria: anuncia a un rey, el suyo, el de todos; promociona una fidelidad inmarcesible; vende el vasallaje como esencia del ser castellano. El Cantar de mío Cid es, por tanto, un manual de servidumbre.
Avancemos tres siglos: observemos la pasión pía de san Juan de la Cruz, el ácido de la cenobita santa Teresa de Jesús. Desde Ávila vuelan ambos como sólo vuelan los enjaulados: el alma se les va por los barrotes, la fe les redime del entorno, aspiran a creer y a servir, a no cuestionar; "a no entender entendiendo". Como el Cid, practican el orgullo del arrodillado, la lealtad.
Apuntalemos este dibujo con el Sinodal de Aguilafuente (Segovia), especie de código de circulación de los curas por las iglesias: cómo confesar, cómo rezar, cómo vestir (que los sacerdotes vistan albas y vestimentas sobre hábito largo), volumen reconocido como el primer libro impreso en España (1472). Y ya tenemos nuestro primer logotipo castellano, el timbre de una literatura y una ejecutoria, un nervio de escritura.
Hablamos de obedecer. De escribir para mantener las estacas en la tierra, el orden del mundo.
Pero toda figura, ya dijimos, es un capricho de puntos. Atención: Diego Torres de Villarroel, José Zorrilla, Leopoldo Alas Clarín: tres puntos sobre los que tirar líneas distintas.
Nos tapamos un ojo, y vemos sólo las serranillas del marqués de Santillana, los poemas de mocitas de Juan del Encina: y encontramos el precedente avieso, ese apetito de muslos y de bocas, esos amores italianos, tan pintones. Una lascivia que chorrea de las letras de Castilla.
El odre lo revienta Torres de Villarroel, especie de Quevedo más delgado, de talento y de figura, que en su Vida da cuenta de la travesura imperdonable de la carne.
Era una pieza; sólo servía a su pequeño paladar de pecador.
Un siglo más tarde, José Zorrilla (el apellido admite el chiste) escribe su Don Juan, epítome de chulo con polainas, catálogo de conquistas gratuitas: sexo salvaje.
Y con novicias.
El nuevo logotipo de las letras castellanas nos está quedando, cuando menos, curioso. Sólo falta el último trazo.
Clarín. "Me nacieron en Zamora", fue que dijo. Se sentía de Oviedo, pero es que a Oviedo, con siete años, también "te" llevan. En Clarín se envenena la lascivia, la fiesta da un giro hacia el rincón donde espera el antidonjuán, ese que no liga, y de pronto son todo infidelidades y sapos, y sacristanes que besan, y sotanas persiguiendo la puntilla de las señoras.
La Regenta es más rijosa que el Don Juan, porque las chicas no son tan tontas.
Yo, señor, soy de Segovia, y he leído sin mirar dónde nació tanto autor, tanta literatura castellana. Sin embargo, ya mi abuela rezaba el rosario cada tarde, y me contaba que el Don Juan no pudo leerlo, que lo tuvo a mano, pero que no lo leyó; porque su padre lo dio al fuego.
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