La productividad de los funcionarios
La intención del Gobierno, anunciada por el vicepresidente Chaves, de estudiar la vinculación de los sueldos de los funcionarios a la productividad ha producido un cierto revuelo. Algo curioso si se piensa que, como reconocía después el ministro Jáuregui, se trata de una modalidad de retribución contemplada por la legislación funcionarial desde hace más de 25 años. Parece que quiere el Gobierno mejorar su aplicación, y hará bien en intentarlo porque, a lo largo de estos años, su puesta en práctica ha derivado casi siempre hacia la consolidación como salario fijo ("café para todos"), perdiendo así cualquier carácter de estímulo para mejorar.
El anuncio ha suscitado la perplejidad de algunos, a quienes la vinculación de funcionarios y productividad les suena, de entrada, a oxímoron. Se equivocan. La mayoría de los servidores públicos son, individualmente considerados, personas competentes y esforzadas. El problema surge cuando contemplamos el empleo público en forma agregada. Algunos datos: la factura salarial del sector público relacionada con el PIB está por encima de la media de la OCDE y supera a la de países como Reino Unido, Francia, Holanda y Alemania. Los salarios han crecido, entre 2000 y 2008, por encima del promedio. La compensación por empleado público en relación con la renta per cápita es, también, relativamente más alta. Por el contrario, el total de horas trabajadas es el más bajo de la Unión Europea, situándose en 300 horas anuales menos que en Alemania o Reino Unido.
La factura salarial del sector público en España respecto al PIB supera la media de la OCDE
El total de horas trabajadas es el más bajo de la UE. 300 horas menos al año que en Alemania o Reino Unido
Introducir la cultura y la práctica de la evaluación en el empleo público es una tarea imprescindible
Este deterioro obedece, sobre todo, a unas relaciones laborales desequilibradas. Podemos decirlo así: en los últimos diez años, los ciudadanos españoles no hemos tenido patronales públicas capacitadas y dispuestas a defender nuestros intereses en la negociación colectiva con los sindicatos de funcionarios. El amateurismo de los políticos y su aversión al conflicto han caracterizado habitualmente estas negociaciones, del lado patronal. Enfrente, cuadros sindicales altamente profesionalizados han ejercido todo el instrumental de presión a su alcance. Reequilibrar este marco de relaciones es la primera prioridad si se quiere recuperar al menos una parte de la productividad perdida.
Ahora bien, este reequilibrio sería solo un primer paso. Haría falta, sobre todo, implantar en las organizaciones públicas una adecuada gestión de recursos humanos, de la que debería formar parte la evaluación del trabajo desarrollado. Hoy por hoy, la evaluación es algo ajeno a la mayor parte del empleo público. Y no hay motivo para que el trabajo de los funcionarios no sea evaluado. ¿No sería lógico evaluar a los docentes, entre otras cosas, por los resultados académicos obtenidos por sus alumnos? ¿No deberíamos evaluar a quienes ejecutan políticas activas de empleo en función del éxito de su trabajo de mediación laboral? La evaluación es, en el sector público como en el privado, imprescindible para aprender, para orientar, para mejorar el rendimiento y también para pagar, cuando resulte conveniente, un incentivo variable. Pretender hacer lo último sin lo primero es poner el carro delante de los bueyes.
Introducir la cultura y la práctica de la evaluación en el empleo público es una tarea tan exigente como imprescindible. Obliga, sobre todo, a una decidida inversión en management, déficit endémico de las organizaciones públicas. La crisis pone de manifiesto que las Administraciones Públicas españolas necesitan con urgencia un verdadero "choque de gestión". Hacen falta reformas capaces de poner fin a las holguras autocomplacientes del periodo anterior, de introducir la conciencia de coste, de orientar el servicio público a la producción de resultados, de impulsar la medición y mejora de la eficiencia, de incrementar la transparencia y la rendición de cuentas.
Y como no hay management sin managers, para todo lo anterior resulta imprescindible profesionalizar la dirección pública. Todavía un segmento excesivamente amplio de la dirección, especialmente en los niveles autonómico y local, se halla a disposición de los partidos. Miles de cargos directivos son ocupados por operadores políticos sin procesos que acrediten de algún modo la cualificación necesaria. Crear una dirección pública profesional, alejada por igual de la petrificación burocrática y la colonización partidista, es urgente y necesario. ¿O hemos de resignarnos a seguir viendo cambiar a los gerentes de hospital cuando cambia el color político del Gobierno?
Francisco Longo es profesor de dirección de Recursos Humanos del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública. ESADE, Universidad Ramon Llull.
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