El infierno pausado
Ésta podría ser una historia dramática e ilegible. Y a pesar de todo es una historia tierna y mesurada. Un justo y hermoso reclamo de la dignidad y el respeto, la humanidad, el amor y la paz. Denise Affonço, víctima de la locura de los jemeres rojos, cuenta en ella su vida y a la de su familia, o debería decir: sus muertes. Porque su rutina de ciudadana francesa en una ciudad cosmopolita en la que se hablaban varios idiomas y donde la cultura tenía una sólida estructura social se desvanece y el mundo se precipita hacia un régimen diabólico en el que los cuerpos humanos son convertidos en abono para sembrar los campos. De un día para otro: prohibido educar a los hijos, no obedecer al ente abstracto que era Angkar (nombre que representaba al Gobierno), expresar los sentimientos de alegría o de tristeza, sentir nostalgia del pasado, quejarse, usar ropa de colores o gafas, llevar las uñas largas o el pelo sin rapar, utilizar zapatos de cualquier clase, cruzar las piernas al sentarse, hablar un idioma que no fuera el jemer (se hubiera aprendido anteriormente o no). Y, por supuesto, prohibido escribir, leer y enseñar. Así. Sistemáticamente y con mentiras que parecían escaleras y que llegaron a una cúspide insospechada, todos los habitantes de Camboya fueron reducidos drásticamente a prisioneros de guerra y como "Angkar no tiene medios para meteros una bala en la cabeza, Angkar os va a dejar morir a fuego lento, de manera natural...". De modo que las ciudades fueron convertidas en almacenes para todos los objetos del mundo capitalista que debían dejar de utilizarse y el pueblo fue sometido, impune, cruelmente, de forma inverosímil, a una tortura de hambre y odio del que nadie pudo escapar. Porque el hambre, cuenta Affonço, "es una tortura física y moral, cruel e insidiosa que hace que perdamos nuestra noción de orgullo, de higiene, y rebaja al ser humano a estado animal". Y esa fue la principal preocupación de Denise Affonço durante los años de su cautiverio: comer y conseguir que comieran los suyos. Lejos de casa, viendo morir a sus familiares uno a uno y haciendo constante autocrítica ante los campesinos que se burlaban de los habitantes de las ciudades y alababan las invisibles bondades de Angkar. En un mundo en el que era necesario mentir siempre. Uno de esos mundos increíbles que leemos en testimonios literarios y creemos que podemos confundir. Pero que son los mundos necesarios sobre los que edificamos la memoria de la peor humanidad que nos contiene. Mundos aparentemente absolutos, aislados, ausentes. Mundos que solemos confundir como un error sin más. Sin consecuencias. Sin responsabilidades. Pero que son los mundos increíbles en los que derivamos. Y hay que observarlos. Porque en la Camboya enloquecida de los jemeres rojos estaba prohibido reaccionar. Pero aquí no. De modo que no me lean a mí, léanla a ella. Entren en el infierno pausado que nos cuenta Denise Affonço como si lo estuviera reviviendo. Observen el mágico poder de la escritura capaz de reconstruir el mundo y devolver la dignidad a los ultrajados, la memoria a las víctimas, la paz a los muertos. Un testimonio imprescindible de un momento histórico espeluznante que desconocemos y que tenemos la deuda moral de conservar. Porque ellos o los otros, podemos ser siempre nosotros.
El infierno de los jemeres rojos. Testimonio de una superviviente
Denise Affonço
Traducción de Daniel Gascón
Libros del Asteroide. Barcelona, 2010
256 páginas. 16,95 euros
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