El origen de todo
Aunque no fueron compañeros de estudios y les separan once años de edad, las carreras científicas de Stephen Hawking (1942) y Roger Penrose (1931) muestran muchos rasgos comunes. En 1966 compartieron el Premio Adams de la Universidad de Cambridge, al que Penrose optó con un trabajo titulado Un análisis de la estructura del espacio-tiempo y Hawking con uno sobre Singularidades y la geometría del espacio-tiempo. Poco después (a partir de 1969) unieron fuerzas publicando una serie de artículos que contenían teoremas de gran generalidad sobre el espacio-tiempo de la relatividad general, resultados que ayudaron a que la idea de los agujeros negros se tomase en serio como una posibilidad real. Luego sus caminos se separaron, Hawking instalado en Cambridge y Penrose en Oxford, y aunque continuaron trabajando en el campo de la teoría de la relatividad general, lo hicieron desde perspectivas diferentes.
"El concepto de multiuniverso puede explicar el ajuste fino de las leyes físicas sin necesidad de un Creador"
Sin embargo, a finales de la década de 1980, respondiendo tal vez a una especie de Espíritu del Tiempo, ambos se adentraron en un dominio diferente: el de la publicación de libros de ensayo científico. Primero (1988) llegó Historia del tiempo (Crítica), de Hawking, que se convirtió en un éxito de ventas mundial, y luego (1989) La nueva mente del emperador (Mondadori), de Penrose, también un éxito aunque no alcanzase las cifras del libro de su colega. Más tarde publicaron otros libros; los mejores, El universo en una cáscara de nuez (Crítica 2002), de Hawking, y de Penrose, Las sombras de la mente (Crítica, 1996) y El camino a la realidad (Debate, 2006). Y ahora llegan dos más, como si se marcasen estrechamente en una inacabable competición: El gran diseño y Los ciclos del tiempo. Una competición que, debido a su estado físico, Hawking ya no puede librar en solitario, necesitando la ayuda de un coautor, Leonard Mlodinow, quien probablemente ha realizado la mayor parte del trabajo, pero ciertamente perfectamente imbuido del "estilo y espíritu Hawking".
Se trata de libros muy diferentes, aunque nos hablen de los grandes temas del espacio-tiempo cósmico. Diferentes entre sí, pero en los que no es difícil encontrar abundantes ecos de sus libros anteriores.
Así, de forma parecida a El camino a la realidad, aquel mayúsculo -y en mi opinión imposible de seguir para lectores sin una formación avanzada en física y matemáticas- texto de 1.471 páginas, en Los ciclos del tiempo, Penrose ha optado por tratar el problema de la naturaleza del tiempo y del universo, y de cómo se pueden introducir los requisitos cuánticos en la teoría de la relatividad general, recurriendo a sus formidables habilidades matemáticas. Es un libro riguroso, en el que no se escamotean las presentaciones revestidas de un ropaje geométrico, y en el que Penrose da un papel preferente a la segunda ley de la termodinámica, la del crecimiento de la entropía, y a -otro viejo tema suyo, que ya se apuntaba en La nueva mente del emperador- la geometría conforme. Aunque, como decía, el estilo se asemeja a El camino de la realidad, afortunadamente para muchos lectores Los ciclos del tiempo no es ni tan extenso ni tan técnico, encontrándose en él un mayor número de disquisiciones de índole más general. Es, en cualquier caso, un texto exigente.
Muy diferente es El gran diseño, un libro bien escrito, cuya lectura atrapa la atención más incluso que Historia del tiempo. Ciertamente, está fabricado para atraer esa atención mezclando hábilmente cuestiones científicas con otras a las cuales es difícil no ser sensible. Preguntas como: "¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada?", "¿por qué existimos?" y "¿por qué este conjunto particular de leyes y no otro?".
En el entramado argumental que Hawking y Mlodinow construyen en El gran diseño destacan varios puntos. El primero, que para tratar la cuestión del origen del universo es imprescindible hacerlo en base a una teoría que sea válida en una situación tan extrema como la que se debió dar entonces, en lo que denominamos Big Bang. En semejante teoría, las cuatro fuerzas que reconocemos en la naturaleza deben mostrarse como manifestaciones de una única fuerza. Para Hawking y Mlodinow, tal teoría existe, tiene once dimensiones en lugar de las cuatro espacio-temporales de la relatividad general y se llama "teoría M" (aunque en El gran diseño se comentan algunas de sus propiedades, los lectores harán bien en repasar El universo en una cáscara de nuez, donde Hawking se detuvo con mayor detalle en ella).
Una característica de esta teoría es que tiene soluciones que representan unos 10500 (un 1 seguido de ¡500 ceros!) universos, cada uno con sus propias leyes. Ante esto, surge la pregunta si debemos otorgar existencia a esos universos, meras posibilidades teóricas en principio. Siguiendo una línea de pensamiento que se remonta a la tesis doctoral (1957) de Hugh Everett, la de los "multiuniversos", Hawking y Mlodinow no dudan en asignarles realidad. Y esto les sirve bien para alguno de sus propósitos: "Mucha gente a lo largo de los siglos", escriben, "ha atribuido a Dios la belleza y la complejidad de la naturaleza que, en su tiempo, parecían no tener explicación científica. Pero así como Darwin y Wallace explicaron cómo el diseño aparentemente milagroso de las formas vivas podía aparecer sin la intervención de un Ser Supremo, el concepto de multiuniverso puede explicar el ajuste fino de las leyes físicas sin necesidad de un Creador benévolo que hiciera el universo para nuestro provecho". En otras palabras, existimos -existe vida- porque las leyes que gobiernan nuestro universo lo permiten, mientras que en la mayoría de los restantes sus leyes no serán propicias para que surja vida. Es una forma elegante y atractiva de combatir el argumento, similar al clásico del Diseño Inteligente, que defiende la necesidad de un Dios porque este se manifiesta en la existencia de un producto tan refinado, tan "raro", como es la vida.
En cuanto a la gran pregunta, la de cómo empezó todo, Hawking y Mlodinow recurren a las posibilidades que abre la física cuántica: el universo apareció espontáneamente, como una fluctuación cuántica que englobaba todos los estados posibles, todos los universos imaginables, o al menos los 10500 mencionados antes. "Según las predicciones de la teoría M", leemos, todos los universos "fueron creados de la nada. Su creación, sin embargo, no requiere la intervención de ningún Dios o Ser sobrenatural, sino que dicha multitud de universos surge naturalmente de la ley física: son una predicción científica".
Como decía antes, es este un libro fabricado para atraer la atención. Podría haberse construido para decir lo mismo pero sin meter a "Dios" por medio. Al fin y al cabo, esto es lo que hacen la mayoría de los muchos libros que se ocupan de la Teoría de Todo. Pero está bien que este haya seguido la senda que ha tomado. Se le podrá acusar de oportunista, pero no de trivial. Porque las cuestiones que aborda importan, pertenecen al patrimonio atávico del pensamiento humano. Aun así, ¿qué sentido tiene decir que la creación del universo "no requiere la intervención de ningún Dios o Ser sobrenatural, sino surge naturalmente de la ley física"? "¿Quién creó esa ley física?", continuarán argumentando quienes defienden la idea de un Dios creador. Los razonamientos de Hawking y Mlodinow son buenos para socavar algunos de los argumentos de los creacionistas, como el ya mencionado de un universo en el que existe vida (así como el chapucero de que se necesita una causa, un Dios -cuyo propio origen no se explica- para explicar el origen del universo), pero no parece que la ciencia pueda responder a todas las preguntas que nos formulamos (como la del porqué de las leyes): basta con que las teorías que construimos conduzcan a predicciones contrastables observacionalmente. Que nadie olvide que -como nos enseñó Darwin- estamos emparentados con todas las formas de vida que existen en la Tierra, y si para la, digamos, lombriz de tierra "1+1=2" es seguramente incomprensible, algo fuera de sus capacidades, ¿por qué va a ser todo comprensible para nosotros, los humanos, parientes suyos aunque lejanos? Bastante hacemos con construir teorías científicas y escribir libros tan fascinantes como El gran diseño y Los ciclos del tiempo. Si tuviese que hacer una crítica a Hawking y Mlodinow, sería que deberían haber insistido en estas ideas, tan, por otra parte, triviales, en lugar de hablar tanto de Dios.
El gran diseño. Stephen Hawking y Leonard Mlodinow. Traducción de David Jou. Crítica. Barcelona 2010. 228 páginas. 21,90 euros. Edición especial en caja, a partir del 2 de diciembre, que incluye además las conferencias Mi vida en la Física y El origen del Universo. 27,90 euros. Los ciclos del tiempo. Una extraordinaria nueva visión del universo. Roger Penrose. Traducción de Javier García Sanz. Debate, Barcelona 2010. 291 páginas. 21,90 euros.
Recordando a Feynman
Según se va leyendo El gran diseño, se hace evidente la importancia que para las ideas que se presentan en él tienen las contribuciones de un físico: Richard Feynman (1918-1988). En particular, Hawking y Mlodinow dependen de una versión de la mecánica cuántica que Feynman introdujo: la de las integrales de camino. "Las teorías cuánticas", se lee en las primeras páginas de El gran diseño, "pueden ser formuladas de muchas maneras diferentes, pero la descripción probablemente más intuitiva fue elaborada por Richard (Dick) Feynman, todo un personaje, que trabajó en el Instituto Tecnológico de California y que tocaba los bongos en una sala de fiestas de carretera. Según Feynman, un sistema no tiene una sola historia, sino todas las historias posibles".
Puedo comprender muy bien estos sentimientos: como cualquier estudiante de Físicas, al cursar las asignaturas de mecánica cuántica me encontré con un mundo de probabilidades que parecía violar el sentido común: partículas que se comportan como ondas y ondas que se comportan como partículas; realidades que contienen todas las realidades posibles y que únicamente se concretan en una cuando se observa el sistema en cuestión. Finalmente, aprendí a calcular, a resolver problemas, pero las ecuaciones que utilizaba para resolverlos me parecían brotar del sombrero de un mago inescrutable. Y entonces, unos pocos años después de terminar la carrera, Feynman vino a mi rescate con un libro que me libró de aquel desasosiego y del que nunca me he separado: Quantum Mechanics and Path Integrals (1965). Todavía recuerdo el placer intelectual que me proporcionó la manera en que Feynman generalizaba el principio clásico de mínima acción, introduciendo todas las trayectorias posibles, y cómo deducía así la ecuación de Schrödinger, la base de la mecánica cuántica ondulatoria.
Es esta manera de entender los fenómenos cuánticos la que sirve a Hawking y Mlodinow para explorar la idea de que el propio universo no tiene una sola historia, ni tan siquiera una existencia independiente, o, en otras palabras, que nuestro universo no es único, propuesta sin la cual El gran diseño seguramente se quedaría en nada.
Por todo esto es razonable recordar a Feynman ahora que se publica este nuevo libro de Hawking. Recordar a uno de los científicos más originales del siglo XX, a un científico que realizó contribuciones centrales a la física (fue uno de los creadores de la electrodinámica cuántica, contribución por la que recibió en 1965, junto a Tomonaga y Schwinger, el premio Nobel de Física) mostrando una originalidad y claridad poco frecuentes. Una originalidad y sencillez que se pueden encontrar también en libros de carácter general que escribió, de los cuales existen traducciones al castellano (en Alianza, Crítica y Tusquets). Libros como ¿Está Ud. de broma, Sr. Feynman?, su maravillosa autobiografía, El carácter de la ley física, El placer de descubrir, ¿Qué significa todo eso?, ¡Ojalá lo supiera! o Seis piezas fáciles (también existen traducciones de obras más exigentes, como Conferencias sobre computación, Electrodinámica cuántica y La conferencia perdida, además de su mítico curso de física).
Para los físicos, Feynman es una leyenda. La clase de científico que todos querrían ser: profundo y original a la vez que desenfadado y jovial. Aún no se ha desvanecido el recuerdo de su intervención en la comisión que se formó para encontrar las causas del desastre del transbordador espacial Challenger, que él desentrañó con una demostración memorable (utilizando un vaso de agua muy fría). Pero, aunque la admiración que siento por sus integrales de camino o por los diagramas que llevan su nombre es inmensa, prefiero recordarlo por la idea que tenía de la ciencia, una idea que se muestra de forma conmovedora en una carta (reproducida en ¡Ojalá lo supiera!) que escribió a un antiguo alumno suyo en respuesta a una que éste le había escrito felicitándole por la obtención del Premio Nobel y mostrando al mismo tiempo tristeza por lo que él consideraba muy humildes trabajos suyos. "Usted me conoció en la cima de mi carrera", escribió entonces Feynman, "cuando según usted yo estaba interesado en problemas próximos a los dioses; no obstante, he trabajado en innumerables problemas que usted calificaría de humildes, pero con los que disfruté y me sentí muy bien porque a veces podía obtener un éxito parcial. Ningún problema es demasiado pequeño o demasiado trivial si realmente podemos hacer algo con él".
Fue un buen consejo. Uno que no conviene olvidar al leer sobre las cuestiones fundamentales que Hawking y Penrose tratan en El gran diseño y en Los ciclos del tiempo.
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