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Columna
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Vergüenza

El pasado 12 de enero, hace ya 10 meses, el terremoto que convulsionó Haití con un balance cercano a los 150.000 muertos generó una intensa reacción de solidaridad internacional más o menos controvertida. Como toda intervención en las grandes urgencias, hubo problemas de coordinación y rivalidades de protagonismo entre los agentes de la cooperación, pero hubo ciertamente la inmediata implicación de la comunidad internacional, la solidaridad ciudadana y las grandes organizaciones expertas en catástrofes ocuparon las páginas de los medios. Unos días más tarde se celebró una conferencia internacional en Montreal, Canadá, una cumbre de líderes para salvar el futuro del país más pobre de América. Bajo la presidencia de Canadá y con asistencia de los ministros de Asuntos Exteriores, de dirigentes del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, entre otros, se establecieron estrategias para coordinar el torrente de ayuda humanitaria para la reconstrucción del país caribeño.

La catástrofe por el cólera en Haití pone en cuestión la esencia misma del orden mundial

Coordinar la intervención internacional en situaciones de catástrofe es una tarea compleja por razones muy diversas, desde la falta de infraestructuras hasta el rescate de víctimas o la distribución de medicinas y alimentos. Es una labor técnica que hay que fiar a los expertos. El Gobierno haitiano estimaba que haría falta una década para la reconstrucción total del país y los más agoreros auguraban que las promesas de ayuda económica de los países contribuyentes quedarían en meras palabras y se apuntarían a la cuenta de gastos militares derivados de la inmediata ayuda humanitaria. El Gobierno haitiano había pedido a la comunidad internacional unos 2.100 millones de euros para reconstruir el país, de los que 1.400 se destinarían a la construcción de viviendas para las más de 200.000 personas que habían quedado sin hogar y el resto a la recuperación de infraestructuras de instituciones gubernamentales; y organizaciones no gubernamentales, como Oxfam, solicitaron también la condonación de la deuda. Faltaría más.

Después Haití desapareció de los titulares de los periódicos. Sabíamos de la dramática situación persistente por algún documental o algún informe de la cooperación implicada, y siempre la imagen era pesimista. Ahora vuelve a ser noticia el devastador brote de cólera que se expande con rapidez por el país y que ha provocado ya más de 140 muertos y 1.500 enfermos en amplias zonas de refugiados, y el control de fronteras por parte de la República Dominicana. El cólera tiene como vehículo de transmisión el agua contaminada y encuentra un excelente caldo de cultivo en las pésimas condiciones de vida derivadas de la falta de higiene, la malnutrición, el hacinamiento y la precariedad asistencial. Su prevención es tan simple como garantizar a la población que el agua que consume es potable, y eso requiere principalmente infraestructuras sencillas y educación de la población. Ahora Haití sale de nuevo a la palestra como escenario de una emergencia sanitaria, una catástrofe previsible y evitable, porque el cólera, que antaño, a lo largo del siglo XIX, fuera el principal azote epidémico de los países occidentales, quedó erradicado del Primer Mundo gracias a las infraestructuras sanitarias y al control sanitario-bacteriológico de las aguas potables. Cólera, tifus, tuberculosis y malnutrición han sido tradicionalmente los verdugos de las grandes guerras y las crisis sociales. Que en un mundo global del siglo XXI la sociedad internacional, los países industrializados, la cooperación internacional, no hayan sido capaces de prevenir y evitar una catástrofe sanitaria como la que se vive hoy en Haití representa, en mi opinión, la mayor burla de la globalización, su rostro más hipócrita e inhumano. La catástrofe por el cólera en Haití pone en cuestión la esencia misma del orden mundial y los fundamentos que lo sustentan. Una vez más, la miseria y la exclusión se convierten en amenaza, en este caso, además, en una amenaza de orden moral ante la mirada impasible del mundo.

Josep Lluís Barona es profesor de Historia de la Ciencia en la Universitat de València.

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