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EL LIBRO DE LA SEMANA

Vargas Llosa en el corazón de las tinieblas

José-Carlos Mainer

En la reedición de 2002 del ensayo La verdad de las mentiras (1990), Vargas Llosa encabezó su estimulante excursión por las mejores novelas del siglo XX con una verdaderamente memorable: El corazón de las tinieblas (1902), de Joseph Conrad. En las páginas que le dedicó y, sobre todo, en el subtítulo ('Las raíces de lo humano') están los primeros indicios del propósito de escribir El sueño del celta: la lectura del libro de Adam Hochschild sobre la "colonización" del Estado Libre del Congo por orden del rey Leopoldo II de Bélgica; la afirmación de que su futuro protagonista, Roger Casement, y el periodista Edmund Morel "merecerían los honores de una gran novela" por ser los primeros que denunciaron el horror de la conquista y, sobre todo, la convicción de que la dialéctica entre civilización y barbarie revela siempre el parentesco de ambas.

Todos los elementos de esta historia provienen del avezado taller de Vargas Llosa donde ninguna experiencia se pierde sino que se transforma
La más veraz historia de los acontecimientos sólo puede nacer de la recapitulación interior, de la irremediabilidad y del remordimiento

Cuando Conrad conoció aquellos horrores era todavía el joven capitán Konrad Korzeniovski, polaco naturalizado inglés, y aquella historia cambió su vida. También lo experimentó su personaje Charlie Marlow, que en la novela cuenta compulsivamente -a su interlocutor, a sus lectores y a la novia de Kurtz, al final- la historia de su encuentro con aquel colono loco y con "el corazón de las tinieblas vencedoras". Al escribir la suya, Vargas Llosa era, sin embargo, un septuagenario y un escritor internacional, que ha recibido el Nobel en las vísperas de publicar su testimonio narrativo sobre aquellos hechos , contados con la misma pasión, la misma perplejidad inquieta y la profunda piedad con que lo hizo el joven Conrad. Quien no quiso firmar, por cierto, la petición de indulto de su informador, condenado a muerte por traición al Imperio Británico en el dramático año de 1916... Pero, a la postre, el centenar de páginas de Conrad que Borges calificó como "acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado", y las casi quinientas de la novela de Vargas Llosa se han hermanado para ocupar un lugar de excepción en la historia universal de las letras.

De la intensa novela corta de 1902, la muy extensa de 2010 ha retenido una poderosa imagen estructurante: la más veraz historia de los acontecimientos sólo puede nacer de la recapitulación interior, de la conciencia de irremediabilidad y del remordimiento. Y tal es, en nuestro caso, la función del doble escenario en que se desenvuelve El sueño del celta. Por un lado, están los capítulos pares donde el narrador-reportero entremezcla los datos de la historia y su amena, casi vertiginosa, reconstrucción de las andanzas del cónsul Roger Casement en los tres espacios capitales de su vida: el Congo, donde conoció el horror de la colonización; las peregrinaciones de quien, ya famoso por sus denuncias y convertido en comisionado oficial de Reino Unido, le llevaron a informar al mundo sobre las explotaciones caucheras en la Amazonia peruana y, al final, su regreso a la Irlanda natal, convertido en fervoroso nacionalista y en instigador de una intervención alemana en el alzamiento de Pascua de 1916, lo que acabó por costarle la horca. Pero los capítulos más intensos y seminales -la imagen estructurante- son, sin duda, los impares, desde el que constituye arranque de la novela, aquellos que dilatan hasta la extenuación el breve tiempo de la estancia de Casement como condenado a muerte en la miserable prisión de Pentonville, sin otro viático que una comida miserable, la lectura del Kempis, alguna visita más inquietante que consoladora y el diálogo con un sheriff brutal que, sin embargo, sufre y ha sufrido y que revela mucho más de la taciturna condición humana que su prisionero.

A estas alturas de su vida, Vargas lo sabe casi todo sobre la pérdida de la inocencia y ha llegado a aprender que la piedad es la formulación emocional de un desengaño previo. Casement y su autor saben que remiten al lector a considerar la esencial fragilidad del ser humano. En uno de los momentos más certeros del libro, se nos cuenta que Casement "una vez más se dijo que su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o pura torpeza, oscurecida, distorsionada, trastocada en mentira". Un exergo de José Enrique Rodó, al inicio del libro, nos lo ha prevenido; el epitafio del autor, a la vista del obelisco que recuerda la memoria de Casement, cubierto por excrementos de gaviota pero cerca de otras violetas silvestres que siempre le conmovían, vuelve a recordárnoslo: "No está mal que ronde siempre un clima de incertidumbre en torno a Roger Casement como prueba de que es imposible llegar a conocer de manera definitiva a un ser humano". Imposible, quizá, pero nunca es inútil intentarlo... Son precisamente la ambigüedad y la debilidad de los hombres las que convierten en equívocos los altisonantes conceptos de revolución, liberación o patriotismo identitario, porque -piensa nuestro Casement- la política "saca a la luz lo mejor del ser humano

pero también lo peor, la crueldad, la envidia, el resentimiento, la soberbia". El desamparo de Casement y el recuerdo de su madre muerta tuvieron que ver con su tardío patriotismo céltico; su campaña de denuncias en el Congo y luego en Putumayo brotó de su capacidad de compasión pero también de una inclinación homosexual. El narrador va haciendo aparecer los episodios de esta tendencia y los va multiplicando hasta concluir en uno de los grandes hallazgos de la trama: porque también esa menesterosidad de otros cuerpos, dóciles y sanos, denota la dramática inseguridad de su contemplador. Su escandaloso Diario negro, que ha coadyuvado a su condena, no es tanto un testimonio de hazañas sexuales como un registro de impotencias y de sueños.

Todos los elementos de esta historia provienen del avezado taller de Vargas Llosa donde ninguna experiencia se pierde sino que se transforma. Como sus mejores ensayos, este libro trata acerca de la verdad y la mentira como polos del pecado de escribir. Y constituye un regreso a la novela histórica que versa sobre la ambigüedad de los procesos revolucionarios, algo que inició en La guerra del fin del mundo y que ha continuado en Lituma en los Andes, El Paraíso en la otra esquina y La Fiesta del Chivo. El sueño del celta ha sido también un buen pretexto para volver a Iquitos, la ciudad mágica en que se ambientó parte de La casa verde y la totalidad de Pantaleón y las visitadoras. Y su autor ha disfrutado al trabajar sobre un material que contaba con ilustres obras literarias previas, igual que hizo en La casa verde y en La guerra del fin del mundo, inspirada por Os Sertôes, de Euclides da Cunha. Y otra vez se ha asomado a los finales de la hipócrita, retórica y fascinante centuria antepasada, que tanto le fascina: no en vano fue "ese siglo de grandes deicidas como Tolstói, Dickens, Melville y Balzac". Cuando Vargas Llosa publicó su libro sobre García Márquez lo llamó Historia de un deicidio, porque toda gran novela debe tener algo de destitución del otro Creador; hora es ya de reconocer que nuestro autor se ha incorporado al catálogo de los mejores deicidas de nuestro tiempo.

El sueño del celta. Mario Vargas Llosa. Alfaguara. Madrid, 2010. 454 páginas. 22,50 euros.

Mario Vargas Llosa, en un retrato realizado por Eduardo Arroyo para Babelia.
Mario Vargas Llosa, en un retrato realizado por Eduardo Arroyo para Babelia.Eduardo Arroyo

Cuatro áreas de la ficción

Novelas urbanas

Las primeras obras de ficción de Mario Vargas Llosa se centraron en sus experiencias juveniles instaladas en el contexto político peruano de los años cincuenta, durante la dictadura de Manuel Odría: La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1966), Los cachorros (1967), Conversación en La Catedral (1969), y, más tarde, La tía Julia y el escribidor (1977).

Biohistóricas

Personajes turbios, proyectos utópicos o la locura del poder tienen su territorio en novelas como La guerra del fin del mundo (1981), La Fiesta del Chivo (2000), El Paraíso en la otra esquina (2003) y El sueño del celta (2010).

El Perú profundo

Los años de la guerra contra el terrorismo de Sendero Luminoso llevaron a Vargas Llosa a los Andes con Historia de Mayta (1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) y Lituma en los Andes (1993). Sin olvidar la preciosa historia amazónica de El hablador (1987).

Eróticas

Con mayor soltura y humor, pero sin perder las señas de su literatura están Pantaleón y las visitadoras (1973), Elogio de la madrastra (1988), Los cuadernos de don Rigoberto (1997) y Travesuras de la niña mala (2006).

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