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APUNTES

... Y llueve tres días

Desde siempre, desde niña, oí comentar que la vida es muy corta, que pasa como un soplo, que sin que te des cuenta has llegado al final, que son cuatro días y tres de ellos llueve. O sea, que no da tiempo para nada. Y uno lo va repitiendo, e incluso lo cree, hasta que llega el momento en que descubre que la vida del hombre -por lo menos la de los europeos, y siempre que un accidente imprevisto no la siegue en la juventud- es muy, muy larga, y suele dar tiempo para todo, tanto para las cosas positivas e importantes (que no son tantas), como para el cúmulo de tonterías o maldades que a uno se le van ocurriendo.

Cierto que si miras atrás te sorprende haber llegado al final, y que te lamentas "parece que fue ayer", como si la vida hubiera transcurrido realmente en un soplo, pero también sabes que has cruzado etapas que parecían eternas -60 o 70 años, en el cambio del siglo XVIII al XIX, incluye todo el proceso de la Revolución Francesa y de Napoleón- y que luego han sido seguidas por otra y otra y otra...

Y no deja de parecerme curioso que, precisamente ahora, cuando vivimos más años que en ningún momento pasado de la historia, se haya desencadenado el frenesí por vivir todavía más, por alcanzar los 100, tal vez los 150. (Me refiero, claro está, únicamente a los países desarrollados.)

Esto supone, como primera medida, sustituir el riesgo por la prudencia. Algunas profesiones -por ejemplo, la militar- han perdido gran parte de su prestigio, y los jóvenes ya no se lanzan al mundo en busca de aventuras, sino de un buen trabajo, el nivel de vida más alto posible y, en el mejor de los casos, destacar en su profesión. Existen, siguen existiendo, profesiones de riesgo, pero no podemos incluir entre ellas a los conductores de automóvil, porque parten del convencimiento de que ellos no corren riesgo alguno: todos aseguran ser de una prudencia extrema y hacen a menudo hincapié en no haber sufrido jamás un accidente. "El día que lo tengas te matarás", piensas tú, pero ni te molestas en decirlo porque sabes que sería totalmente inútil.

Si la desaparición del amor por la aventura y por el riesgo supone un gran cambio, todavía es mayor la influencia de la segunda medida en nuestra vida cotidiana.

Nos hemos vuelto virtuosos, nos hemos vuelto sensatos.

Por si nuestras convicciones no son lo bastante firmes, ahí está el Estado con sus prohibiciones (cada día se prohíbe o se impone algo nuevo), y ahí está la gente más sensata, dispuesta a colaborar: a darnos sabios consejos, o a darnos una bronca, o a llamar a los agentes de la ley. Los más enérgicos son los antitabaco. Y tienen toda la razón del mundo, porque el tabaco no es ya motivo de discusión. Es nocivo para la salud, mata, perjudica a los inocentes ciudadanos que comparten el espacio con quien lo consume. Todos lo sabemos. Nadie lo pone en duda.

Y casi nadie pone en duda que la obesidad es nociva, que también favorece enfermedades peligrosas. Pero, dado que es improbable que perjudique al que comparte la mesa con el glotón, y dado que el que se pasa en la comida o la bebida sabe muy bien lo que hace, ¿no podrían los anticalorías mantenerse callados al respecto y dejarle disfrutar en paz? Sobre todo porque nada de lo que se le diga servirá para mucho.

No fumamos, no bebemos, comemos según las normas de la dieta mediterránea, andamos una hora diaria, practicamos algún tipo -preferentemente oriental o al menos muy sofisticado- de gimnasia. Nuestros hijos vivirán más de 100 años; nuestros nietos, 130. Estupendo. Fantástico. Pero no puedo imaginar un mundo lleno de viejecitos, ni creo que me apeteciera durar tanto tiempo y, sobre todo, hay que tener muy claro que vamos a morir, antes o después vamos todos a morir, y no creo que cuando llegue el momento, cuando te estés muriendo, te consuele demasiado haber vivido 20 años más.

MONT MARSÀ

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