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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Ciudades, arquitectura y crisis

Se ha argumentado que la ambición de gobernantes y arquitectos por inmortalizarse ha llevado a las ciudades a una espiral de obras mastodónticas que han contribuido a la recesión. No es exactamente así

Durante los últimos meses han aparecido en la prensa y en algunos medios vinculados a la arquitectura, una serie de textos en forma de libro o de pequeños artículos de opinión, que la sitúan poco menos que como la causante de la crisis presente. La argumentación sería más o menos como sigue: la ambición y el empeño de los gobernantes por inmortalizarse, así como de algunos arquitectos por dejar su huella imperecedera, introdujo en las últimas décadas a las ciudades en una espiral de intervenciones rotundas y de obras mastodónticas, no siempre necesarias ni valiosas, que no solo no redundó en beneficio de aquellas, sino que se tradujo en uno de los agentes desencadenantes de muchas de sus limitaciones actuales, contribuyendo, a la postre, a la recesión económica en que ahora nos encontramos.

El hoy tan admirado París es el fruto de un contundente proceso de renovación
Son indiscutibles los beneficios que reportan a Sidney la Ópera y a Nueva York el Rockefeller Center
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Aun admitiendo algunos mensajes parciales incluidos en el discurso, como que en las épocas de bonanza se cometen errores de exceso y que un traspiés en arquitectura puede desencadenar disfunciones graves en las ciudades, o el hecho palpable de que en innumerables ocasiones a los arquitectos de gran prestigio se les ha utilizado para obtener ventajas de proyecto (en la volumetría, en la forma, en su disposición urbana...), el tema de fondo exige bastantes matizaciones. Entre otras razones, porque con frecuencia se confunde arquitectura con construcción y se aplican a la arquitectura (una bella arte) excesos que provienen de la desregulación de un sector económico, la construcción inmobiliaria, que sí anduvo desbocado en España durante las últimas décadas y que sí ha sido uno de los causantes de la crisis.

Las buenas obras de arquitectura y las ciudades que hoy admiramos, visitamos y disfrutamos, nunca fueron producto de pactos y conversaciones amables entre los colectivos implicados, ni se impulsaron y desarrollaron en un ambiente grácil y distendido. Fueron, como es fácil de entender, el resultado de la imposición de una clase poderosa, culta y con ambición de cambio, que utilizó la arquitectura y, en general, el espacio urbano, como un vehículo para la autorrepresentación, es cierto, pero también para el desarrollo, la motivación personal y el aumento de la calidad de vida.

Pongamos un ejemplo socorrido: París, que es la ciudad más visitada y uno de los centros urbanos más selectos y cotizados, al que pocos pondrían objeciones sobre su monumentalidad, coherencia formal y calidad ambiental. Pues bien, París fue el producto de uno de los procesos de transformación urbana más rotundos y traumáticos, en el que a través de una serie encadenada de operaciones bien calculadas, se liquidó todo un tejido (físico y social) para ser materialmente sustituido por otro: el que ahora conocemos. Y todo ello en menos de un siglo y con un respeto muy dudoso a los derechos de localidad, propiedad y edificabilidad, entonces, lógicamente, muy poco desarrollados. ¿Cuánto de todo ello podríamos encontrar, pongamos por caso, en el Nilo de Ramsés II, la Florencia de los Medici o el Nueva York de los Rockefeller?

La ciudad posmoderna, definida así por intentar identificarla con un fenómeno cultural reciente y generalmente aceptado, también ha sido un producto de su tiempo. Y debe ser, en la misma línea que lo han sido las de otros periodos históricos, contextualizada. Porque además, ha tenido (y continúa teniendo) un papel mucho más relevante que sus predecesoras en el modelo de desarrollo económico dominante, caracterizado, como es sabido, por la globalización, la revolución tecnológica y la información. Durante las últimas décadas, las ciudades han evolucionado desde su rol tradicional de meros contenedores del desarrollo a sus más activos protagonistas que, organizados en red, surgen como los centros neurálgicos básicos donde está pivotando el sistema. Y ahí la (buena) arquitectura y los (buenos) arquitectos, como también otras muchas profesiones, encontraron un campo abonado y novedoso para desplegar sus habilidades.

El cambio de la ciudad industrial a la ciudad informacional, un trayecto en el que todas ellas se encuentran ahora, exigió a sus gobernantes, tejidos urbanos mejor organizados y estructuras más eficaces, así como ambientes más humanizados y habitables. Pero también les exigió participación activa en ese nuevo contexto caracterizado por un mundo globalizado y en competencia creciente. Y tanto en su organización interna como en su mejora ambiental, pero sobre todo en su enganche a la red de ciudades que mostraba mayor capacidad para el cambio, la arquitectura jugó su papel. Y no cualquier arquitectura, sino aquella que mostraba mayor aceptación y consenso entre los círculos más reputados.

Durante esos años, y como consecuencia de este fenómeno, las ciudades más despiertas y dinámicas, aprovecharon todos los recursos a su alcance para adaptar sus estructuras a los nuevos requerimientos: reordenando sus tejidos internos, mejorando su habitabilidad e incrementando la calidad de su arquitectura, con la incorporación, en innumerables casos, de obras emblemáticas de gran repercusión mediática que se suponía contribuirían a la mejora de la imagen externa de aquellas. Una hipótesis, esta última, por demostrar, pero que aún sin haberla demostrado, e incluso demostrada su falsedad, no tendría por qué involucrar al valor de la arquitectura misma.

El Museo Guggenheim de Bilbao, el edificio que, en los últimos años, más atención ha recibido por parte de los especialistas, debido a su supuesta contribución a la reconversión económica y urbanística de Bilbao, puede ser un buen museo y una excelente obra de arquitectura, más allá de su valor como motor del cambio o su rechazo por los escasos beneficios obtenidos en relación con su costo. ¿Entraríamos ahora a objetar la calidad ambiental de los Campos Elíseos por los insuficientes escrúpulos tenidos durante el siglo XIX con los propietarios del suelo donde la obra fue finalmente desarrollada? Porque, pasados 40 años ¿cuántos beneficios, han podido reportarle a ciudades como Sidney y Nueva York, la construcción de obras "mastodónticas" como la Ópera, en el primer caso, y el Rockefeller Center, en el segundo?

No sabemos a ciencia cierta el futuro que se le tiene reservado a las ciudades que apostaron durante estos años de bonanza por ese tipo de dispositivos para la mejora de su oferta y de su imagen exterior. Y no es su tamaño, lo decisivo, a la hora de evaluar el interés de su arquitectura, como tampoco se puede asegurar que fuera siempre el resultado de decisiones desacertadas o desproporcionadas en relación con los objetivos pretendidos. Una crisis del tamaño de la que estamos sufriendo, especialmente en España, puede que no ofrezca las mejores condiciones para establecer diagnosis sobre la calidad de la arquitectura reciente, sobre todo si se hace en la dirección de los textos aludidos al inicio de este escrito.

En cuanto que disciplina especulativa, a unos puede interesar más la arquitectura que se genera en el contexto de un discurso teórico o bien como resultado de una buena práctica. A mí me motiva más la que se produce en paralelo a una reflexión sobre aspectos tan vertiginosamente cambiantes como los de la presente sociedad. Pero eso no es sino una opción personal. Arquitectos, como escritores, profesores o diseñadores de moda, hay de todo tipo. Y supongo que en los diferentes campos, el éxito puede darse a partir de los más rocambolescos procedimientos relativos a la ambición, el marketing personal, incluso las malas artes. Y aun siendo esto importante, no debe distraernos de lo esencial de la discusión.

La arquitectura tiene una dimensión pública, y está siempre expuesta al escrutinio de los usuarios y en general de los ciudadanos. Obtener su aceptación y reconocimiento no es una tarea fácil. Cuando además alcanza la consideración de sus más agudos críticos, que son los propios arquitectos, y se ensalza y distingue por cualquiera de los aspectos que la definen, sean estos de carácter estratégico, topológico o simbólico, o simplemente por su potencial innovador, se le debe conceder algo más que el beneficio de la duda.

El que la reciente coyuntura haya generado élites, no nos debe preocupar, puesto que eso es lo normal. Lo difícil es rendir cuentas día tras día y demostrar que se está ahí por méritos propios.

Joaquín Casariego Ramírez es arquitecto y catedrático de Urbanismo de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

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