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OPINION
Columna
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Tiempo nublado

Juan Cruz

En febrero entrevisté en Madrid a Amin Maalouf, el escritor libanés, que acababa de publicar un libro desalentador, El desajuste del mundo. El tiempo estaba nublado, y el escritor, que ahora recibirá el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, nos citó casi al amanecer, en la Casa Árabe de Madrid. Él se sentó en la cabecera de la mesa, y el periodista se sentó a un lado, mirando de reojo las notas, los ojos vivísimos del narrador y ensayista, el libro; de pronto, esos ojos se posaron en sus manos blancas, y durante unos segundos se dedicó a pensar, ensimismado, en la pregunta más banal de todas. Fue cuando le pregunté por la palabra futuro. Con sus ojos vivísimos fijos en sus manos y luego en el periodista, y como si viniera de una convicción tan punzante como una herida, esto dijo:

-Futuro es una mala palabra.

Claro, la mañana presentaba el aire de persistir en la tiniebla, y el ambiente atmosférico hacía presagiar una tremenda tormenta. En ese contexto, "Futuro es una mala palabra" sonaba a respuesta circunstancial; era una sentencia que uno podía alojar en el futuro inmediato o en el futuro del día en que vivíamos.

Ahora esa sentencia es una metáfora que comprende el tiempo en que vivimos. Resulta que el futuro era una mala palabra, y tenía razón Maalouf. Ahora el futuro se representa como un abismo; te asomas a él y sales tiznado de horror y de miseria. ¿Sin esperanza? Qué sabe nadie, pero empezó el otoño. Antes, cuando venía el otoño, uno creía que el tiempo hacía un paréntesis; pero ahora es otoño todo lo que viene, y después del otoño parece que el otoño tocará otra vez a la puerta. Futuro es una mala palabra, un adjetivo del otoño.

El desajuste empezó hace mucho, y ahora ya no hay quien lo ajuste. Se puso en marcha una fiesta en la que todos celebramos el vaivén de los columpios en los que jugábamos como niños, y ahora estamos colgando, con nuestros pies en el vacío, pendientes del hilo de una esperanza que cada vez se oscurece más. Qué hacer. Carmen Martín Gaite, la autora de Nubosidad variable, cantó una vez en la Fundación Juan March una canción con la que definía el tiempo en que vivió su grupo adolescente y literario, con Ignacio Aldecoa al frente. Con su gorro apretadísimo, aquella mujer de labios fruncidos y sonrisa perenne deletreó la melodía: "Sentadito en la ventana esperando el porvenir y el porvenir no llega".

Pues eso es lo que ha pasado; el mundo, este mundo desajustado y avieso, el mundo nublado que nos esperaba, sigue sentadito en la ventana, y el porvenir no llega. O ya llegó, y es esto, esta soledad insistente que se deletrea al ritmo intermitente del dinero. Parecía, cuando empezó este otoño que no parece tener horizonte, que iban a arrestar, simbólicamente, a los culpables, y que se iba a despejar el tiempo enseguida. Qué va. Hace tiempo en Italia cambiaron los nombres de los partidos, como si así conjuraran el pasado. Para esta crisis no ha habido ni esa prudencia. Los nombres propios siguen siendo los mismos, y aún no hemos tenido el atrevimiento de cambiar futuro por otra palabra menos brillante, más nublada, acorde con la atmósfera en la que nos instaló la vida.

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