Mr. Wilcox está acabado
Regreso a Howards End, la hermosa novela de E. M. Forster, se inicia con dos cartas que Helen envía a su queridísima hermana Meg desde la mansión que da título a la obra. En la segunda de ellas, le refiere que ha conocido a Mr. Wilcox, un hombre que "le dice las cosas más horrorosas del modo más cortés". Hablando del sufragio de la mujer en una conversación casual, ella expresó su creencia en la igualdad de los sexos y, a guisa de réplica, el señor de la casa, cruzándose de brazos, le administró un rapapolvo de proporciones tales -eso sí, de forma muy distinguida- que Helen se sintió abochornada y se reprochó no saber callarse a tiempo. Le confía a Meg en la carta: "No pude mencionar un solo momento en que los hombres hubieran sido iguales, ni siquiera un momento en el que el deseo de ser iguales les hubiera hecho más felices".
La dignidad democrática remite a la esfera privada todos los rasgos individualizadores
Con ese poso que proporciona la edad, la experiencia y el conocimiento del ancho mundo, Mr. Wilcox, displicente y autosatisfecho, enuncia una gran verdad histórica. Desde la aurora de los tiempos, cuando dos o más hombres se encontraban en cualquier lugar, era su primera diligencia inventar una jerarquía y poner uno arriba y otro abajo en la escala social. Los de abajo debían comprender que el privilegio de la minoría superior no era arbitrario ni caprichoso. Por eso, la desigualdad social, que exige sumisión y obediencia de esa mayoría dócil, se presentaba a ésta tan necesaria, estable y fija como un hecho de la Naturaleza. Y, en efecto, la jerarquía social se ha fundado tradicionalmente en una imagen aristocrática del mundo: la idea de cosmos. La pirámide social es sólo un trasunto de la pirámide ontológica de los seres, organizados con arreglo a una escala en ascenso desde la piedra hasta, arriba en el ápice, el orden angélico y el mismo Dios. Y, en el centro de la jerarquía cósmica, los hombres, a su vez divididos en una pluralidad de oficios: rey, nobleza, clerecía, burguesía, artesanos, campesinos, siervos y esclavos. Cada estamento responde a un arquetipo eterno y tiene un designio que cumplir dentro de la gran economía del mundo. Por consiguiente, la desigualdad social es ley natural, pertenece a la inmutable realidad de las cosas, y todo intento de desconocer o alterar este principio es percibido por las mentalidades juiciosas, como Mr. Wilcox, como empeño insensato, cuando no ridículo. De ahí que en 1910 Helen no pudiera citar ejemplo alguno de sociedad igualitaria y que, enfrentada a la experiencia histórica, se avergonzara de haber amagado una defensa del sufragio femenino.
Hay veces en que la Historia no se comporta como la magistra vitae que todos esperan, porque el hombre descubre una verdad nueva que todos los siglos anteriores ignoraron, y entonces "lo-que-siempre-ha-sido-así", lo que enseña la Historia, lo que todos los sabios dicen de forma concorde, simplemente está equivocado. El siglo XX es por entero una impugnación colosal de la aleación milenaria entre sociedad y desigualdad, una continuada injusticia que precisamente los hechos históricos demostraron que era contingente y no necesaria: cuando en esos tiempos la masa accede al gran teatro del mundo como agente principal, la democracia realiza fácticamente el principio igualitario en las sociedades avanzadas. El pensamiento no ayuda: las teorías de las élites que algunos alumbran -Emerson, Nietzsche, Mosca, Pareto, Ortega- son el canto del cisne de un aristocratismo tradicionalista definitivamente en decadencia.
La verdad que se descubre ahora es la de la dignidad de todo hombre por igual. Pico della Mirandola o Kant escribieron hermosas páginas sobre la dignidad del hombre, pero -hijos de su tiempo- su doctrina sólo se aplicaba a algunos hombres, a los mejores y no a todos, y es al contrastarla con ella cuando destaca la originalidad de la nueva dignidad igualitaria. Los hombres somos una combinación de circunstancias y atributos, algunos compartidos con los demás y otros exclusivos nuestros (nacimiento, inteligencia, mérito, etcétera). Podemos elegir dónde reside lo humano, si en lo que nos iguala o en lo que nos diferencia. Durante siglos hemos hecho de la diferencia -social, racial, cultural, sexual- el criterio de determinación de lo humano. La dignidad democrática, en cambio, remite a la esfera privada todos esos rasgos individualizadores, convirtiéndolos (a estos efectos) en accidentales, y establece como principio único la igual identidad de todo hombre. De ahí que sea una dignidad única, universal y abstracta, que desmonta la rancia discriminación histórica entre plurales "dignidades" humanas. Por su carácter previo, incondicional y absoluto, el yo la recibe por el mero dato de existir, sin merecimiento alguno, y perdura sin marchitarse incluso cuando esa dignidad de origen queda desmentida por una permanente indignidad de vida. Es irrenunciable, imprescriptible y, aunque se viole mil veces al día, inviolable, porque ya nadie podrá menoscabarla sin envilecerse. Es, en fin, aquello que concede al yo la calidad de fin en sí mismo y nunca medio, aquello que siendo inmerecido merece un respeto y pone al resto de la humanidad en situación de deudor.
Esta nueva verdad inspira el desenlace de la novela. Meg, convertida en esposa de Mr. Wilcox, le dirige a éste un duro reproche rezumante de ira y resentimiento. "El discurso que le había hecho le parecía perfecto, no cambiaría una sola palabra. Había que pronunciarlo una vez en la vida para ajustar la desnivelación del mundo. No fue un discurso dirigido únicamente a su marido, sino a los miles de hombres como él: era una protesta contra la oscuridad interior que reina en las altas esferas". A final, Mr. Wilcox -y con él las altas esferas que él habita- se derrumba vencido por las circunstancias y confiesa con patetismo: "No sé qué hacer. Estoy deshecho, acabado".
Las dos hermanas -el poder emergente de las mujeres- acogen compasivamente a este hombre en crisis, quien sólo entonces, obrada la nivelación del mundo, parece reconciliado consigo mismo.
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