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Crítica:XVI BIENAL DE FLAMENCO DE SEVILLA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Con el vuelo de un abanico

El volar, además de privilegio de pájaros, es metáfora de liberación en muchas ocasiones. Y el vuelo, cuando es libre, puede implicar riesgo. La joven bailaora Rocío Molina representa uno de esos casos de genialidad precoz que la ha hecho madurar tempranamente, mientras alcanzaba el dominio del canon y la aceptación casi unánime por sus trabajos. Quizás por ello puede que sintiera ya las ganas de volar y de arriesgarse. Su necesidad se ha hecho virtud en una obra hermosa y desnuda, aunque no precisamente fácil; pero en la que no cabe duda que ha dado alas de libertad a sus necesidades expresivas más íntimas. Y lo hace con bailes flamencos, que es lo que la mueve y lo que se impone en su obra, con independencia de los atuendos con que los vista, y por más que los cantes, la música o la escenografía marquen unas pautas en algunos momentos muy determinantes.

CUANDO LAS PIEDRAS VUELEN

Compañía Rocío Molina. Coreografía y baile: Rocío Molina. Dirección escénica, escenografía e iluminación: Carlos Marquerie. Dirección musical y arreglos de cante: Rosario Guerrero, La Tremendita. Cante: Rosario Guerrero, La Tremendita, Gema Caballero. Música original y guitarras: Juan Antonio Suárez Cano, Paco Cruz. Palmas: Vanesa Coloma, Laura González.

Domingo, 19 de septiembre. Teatro de la Maestranza. Aforo: Lleno

La bailaora Rocío Molina representa un caso de genialidad precoz

Pongamos por caso el arranque, con prolongados minutos de cantes folclóricos antiguos mientras la protagonista yace entre piedras blancas. A este cuadro le seguiría su baile enérgico, percutido sobre tarima metálica y con la bailaora luciendo un escueto short negro y un top de igual color. No hay concesiones, pero su fuerza y el dominio de su cuerpo logran sacudir una atonía inicial que desemboca en el baile del mirabrás y de las cantiñas, punto de disipación de los sombríos presagios iniciales. Rocío baila con pantalones pirata y evoca, con su permanencia en la cuadratura de una losa, al mariscador atareado en mitad de una marea baja. También, ya se sabe, el cuadrado es metáfora de la jaula, la de esos pájaros (¡vaya elección, por cierto, la del búho!) cuyas imágenes se proyectan en una pantalla. Ni que decir tiene que la bailaora inicia aquí el proceso de su liberación para posarse en un túmulo de piedras.

Decididamente libre, la observamos sobre un taburete giratorio en el que el vuelo cobra una sorprendente plasticidad. Su forma de modular la figura sobre el artilugio, lejos de lo estrambótico, puede llegar a emocionar. Entre cantes que no lograron superar el plano tono inicial, a pesar de las sabias aportaciones melódicas de Cano y Cruz en las guitarras, todavía Rocío ofrecería dos bailes más: primero fue el garrotín, innovador y chulesco en sus formas (un cigarro siempre en la boca), y después los tangos, que tuvieron su gracia, pero que no lograron evocar la fiesta que pretendían.

En el último cuadro, en el que un inmenso firmamento de luces diminutas baja para enredar a todos los protagonistas en una suerte de jaula, se nos hace patente el trabajo del director Marquerie, que nos ha brindado un espacio escénico singular: desnudo y muy abierto, en el que la pequeña figura de la bailaora corría riesgo de perderse. No lo hizo. En cada espacio logró brillar de forma distinta, como en el esbozo final de la guajira, pretexto quizás para dejar en el teatro un aire de élitro, el producido por el sonido del abanico, imagen de un vuelo final y definitivo.

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Rocío Molina, en un momento de su actuación en Sevilla.
Rocío Molina, en un momento de su actuación en Sevilla.PÉREZ CABO

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