_
_
_
_
LAS MOSCAS | Escrituras

Solo vino a ver el jardín

La próxima, y ya casi en puertas, feria del Libro de Frankfurt, que este año tiene a Argentina como país invitado, dará pie a leer, releer y rescatar a buen número de poetas y narradores argentinos cuya obra, sin la excusa de eventos mediáticos, apenas ocupa la atención de la prensa cultural (y no hablemos ya de la casi absoluta desaparición de la literatura en televisión). Y, entre los autores que sin duda tendrán más presencia, figuran dos poetas, Olga Orozco (1920-1999) y Alejandra Pizarnik (1936-1972), que, pese a haber publicado su obra fundamental hace más de 40 años (Orozco dejó un libro editado póstumamente, Últimos poemas, Bruguera 2009) y ya desaparecidas, siguen escribiendo en el tiempo, a través de la escritura de quienes se formaron en las páginas de sus libros. Primero fue Orozco, con su palabra talismán, con su magia sacerdotal y terriblemente humanizada, quien, con la experiencia verbal producto de su aprendizaje junto a Girri, Oliverio Girondo y Enrique Molina, tuteló a la jovencísima Pizarnik, y, ya después ensambladas en sus respectivas aventuras poéticas, se prolongaron en quienes hoy hacen de la poesía argentina una de las más poderosas expresiones artísticas en lengua castellana.

El poeta sabe que la voz de la musa es en realidad un mandato de la lengua

"A los ocho años, Luis XIII hace un dibujo parecido al que hace el hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los ocho años, tiene la edad de la humanidad, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los ha perdido, no tiene más que treinta y uno, se ha vuelto un individuo, no es más que un rey de Francia, atolladero del que no saldrá nunca", escribió el poeta francés Henri Michaux, en Pasages, libro al que Alejandra Pizarnik dedicó una de las reseñas recogidas en su Prosa completa. La, para Michaux, tragedia de Luis XIII niño que, al paso de los años, se convierte en mero rey de Francia, nos remite a la lucha que centró la vida de Pizarnik: evitar el atolladero que, para cualquier creador de lenguaje, significa convertirse en escritor, en mero escritor -por excelente que sea- tras haber creído en el poder del lenguaje para nombrar la realidad y subvertirla, tras haber poseído el "don de formular las palabras que fundan el mundo, que erige palabra por palabra un doble mágico del cosmos". Como Hugo von Hoffmannsthal, de Carta de Lord Chandos, como Antonin Artaud, como Trakl -estirpe de poetas a los que Pizarnik pertenece-, la autora se resistió siempre a perder ese estado primigenio (esa infancia de doscientos cincuenta mil años a la que alude Michaux) en el que el artífice de la palabra no utiliza el lenguaje, sino que lo crea: no es un escritor, sino un artista. Empeño que, en el caso de Pizarnik, centró toda su vida, y lo que, en su caso, equivale a su quehacer poético y narrativo, al alcance del lector español en tres volúmenes (Poesía completa, 2000; Prosa completa, 2002, y Diarios, 2003), en edición a cargo de la poeta Ana Becciú y publicados por Lumen.

Los Diarios de Pizarnik, auténtico descenso a los infiernos, constituyen un documento excepcional sobre esta lucha feroz, encarnizada, de la autora para no convertirse en una escritora, aunque fuere en una escritora de talento indiscutible, y seguir siendo una poeta, una artista, lo que era desde el primer momento en que entró en contacto con el lenguaje, con las palabras. "Es seguro", según el discurso de Joseph Brodsky al recibir el Premio Nobel, en 1987, "que el poeta sabe siempre que aquello que comúnmente llamamos la voz de la musa es en realidad un mandato de la lengua, sabe que no es la lengua la que le sirve de instrumento, sino que él es el medio del que la lengua se sirve para prolongar su existencia". Y la lengua incluye todo aquello que en ella se ha dicho, escrito o creado. En el caso de Pizarnik, el romanticismo visionario de Hölderlin y Nerval, el viaje sin retorno de Antonin Artaud, Rimbaud, Lautrémont y, entre otras experiencias, las llevadas a cabo por los surrealistas franceses al fundir, lo mismo que los románticos, vida y poesía, por Antonio Porchia y -¿caso único en nuestras letras?- las llevadas al papel por ella misma y que trasciende en los poemas publicados tras su muerte, que escribió en 1971 (un año antes de su desaparición), entre ellos Sala de psicopatología, una muestra singular que, partiendo de su propia obra anterior, evidencia "haber caído en manos" de su propia lengua y de lo que "ella misma había escrito y había creado en esta lengua".

Pocos poetas han logrado lo mismo en el campo de la narración. Alejandra Pizarnik sí lo consiguió. En su prólogo a los cuentos de Silvina Ocampo, titulado Dominios ilícitos, escribió: "La extrema concentración de estos cuentos manifiesta el designio de abolir radicalmente las partes serviles del relato. Excluidos los intercesores de sentido nulo, todo aparece en primer lugar o, más precisamente, es el primer lugar". Es el sueño de todo escritor en prosa, de todo cuentista, de todo novelista: renunciar a la esclavitud que lo ata a las palabras serviles para dar sentido asequible a lo que escribe, para hacerse asimilable a la lógica del lector, atacada de la mortal enfermedad de lo fácil, de lo ya sabido, de la búsqueda de lo que ya sabe en los textos que, en principio, busca para ser tocado por el descubrimiento, por lo nuevo que debe alumbrar el oscuro interior de sí mismo. Desde ese "primer lugar", no escribió jamás una palabra servil. El humor, el humor metafísico de sus antiguos maestros (Raymond Queneau, Raymond Roussel, Cortázar), le supuso un arma impagable para crear un territorio vedado, prohibido y castigado con pena de muerte a las palabras serviles. La Alicia de Lewis Carrol aparece y desaparece en sus relatos diciendo: "Solo vine a ver el jardín". Alejandra Pizarnik se asentó, desde el inicio de su escritura, en ese "primer lugar" para, desde allí, en el lenguaje, ver el jardín, un jardín en el que tres de las protagonista de sus relatos, la Muerte, la Niña y la Muñeca, juegan con refranes, frases hechas y citas, trastocando su sentido y alterando sus significados hasta dar con otros nuevos que apuntan a la corrosión de la vida considerada como hábito y alineación, a la abolición de las estructuras rígidas de la realidad y de la relación entre causa y efecto. Un jardín terrible. Lo vio y luego se fue, como Alfred Jarry, pero lo dejó aquí, para que alguien siguiera cuidándolo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_