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Columna
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Primarias

Si Rodríguez Zapatero hubiera sabido de antemano que la revelación pública de sus preferencias por Trinidad Jiménez llevaría irremediablemente a los socialistas a elegir a Tomás Gómez en las primarias madrileñas, es muy probable que hubiera optado por mantenerse en un discreto silencio.

O quizá no, porque, de ser ciertas las maquiavélicas cualidades que le atribuyen los distintos portavoces de la derecha española (tan pintorescos y dicharacheros como son ellos) no sería de extrañar que aquél hubiera utilizado de manera taimada las encuestas que daban a Gómez como claro perdedor ante Aguirre, para catapultarle al estrellato político y mediático, facilitando así su propia sucesión a medio plazo.

Sea como fuere, Gómez tiene todas las de ganar por una razón fundamental: ha sido el único personaje de este partido, y de cualquier otro que yo recuerde en toda la historia de la democracia española, que le ha plantado cara al secretario general de su propia organización y al Presidente de un Gobierno, todo al mismo tiempo. Y a estas cosas siempre se le otorgan un gran valor. Sobre todo en un país como este, en el que la mayoría de los políticos se limitan a trasladarnos la consigna del día, leernos el guión escrito por el estratega de guardia, o hacerle la pelota al jefe para que éste les reserve plaza en alguna de las innumerables listas que pueblan el mapa electoral patrio.

Precisamente, en una de estas consignas, lanzadas por algunos partidarios del bando oficialista, se acusaba al líder de los socialistas madrileños de ser poco menos que el candidato de la derecha, haciendo recaer sobre sus espaldas la responsabilidad de que aquellos volvieran a perder en Madrid. Y todo porque Gómez se resistía a hacer caso de unas encuestas en las que aparecía como un desconocido para una mayoría de la población. Bien, y ahora que no lo es, gracias precisamente a las primarias forzadas por su negativa ¿cuál es el problema?

En todo caso, el asunto de las primarias madrileñas, y de las muy descafeinadas valencianas (qué otra cosa podríamos esperar), ha vuelto a poner de manifiesto la necesidad perentoria de revitalizar la democracia interna en el seno de los dos grandes partidos españoles; si lo que se desea, claro está, es acortar la enorme distancia sociológica que separa a éstos de los ciudadanos de a pie; como también reflejan todas las encuestas realizadas hasta la fecha, sin que, al parecer, nadie se dé por enterado.

Las elecciones primarias, en fin, no solo debieran ser obligatorias por ley, sino abrirse además a la participación popular externa a los propios partidos, como van a hacer ya los socialistas franceses. Los efectos que ello tendría sobre el PSOE serían positivos sin duda, pero sobre el PP podrían llegar a ser revolucionarios. Acostumbrados como están sus dirigentes al pensamiento único, el discurso pregrabado, y la digitalización sucesoria, la metamorfosis democrática provocada por aquellas amortiguaría, al menos en parte, la vergüenza ajena que sienten sus colegas conservadores europeos cada vez que aquellos abren la boca.

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