El bosque sagrado
Colono modernamente ha sido absorbido por el caos urbano de Atenas pero en la Antigüedad era una ciudad con entidad propia, Colono de los Jinetes, en la que nació Sófocles y en la que este poeta situó la acción de su última obra, escrita con más de 80 años. Ahora es un lugar devorado por el polvo y el tráfico que en pleno verano se sumerge en una neblina sofocante. Nada hace pensar que allí hubo un bosque sagrado. Sin embargo, fue a este bosque hacia donde se encaminó el viejo Edipo cuando, tras años de enrancia, tuvo el presentimiento de que su muerte estaba cercana. En realidad, fue el propio Sófocles el que quiso cerrar su círculo vital en Colono de los Jinetes, y hacia allí se llevó a su héroe favorito, a quien había hecho pasar del poder a la miseria en Edipo Rey y al que, en un nuevo cambio de fortuna, arrancaba a la miseria para alcanzar la gloria en Edipo en Colono.
Sófocles, a través de Edipo, quiso cerrar su círculo vital en la misteriosa Colono Según la lógica del rey de Tebas, solo uno de nosotros sabe hoy cómo murió
Vi hace poco la versión de esta última tragedia de Sófocles dirigida por Peter Stein. Era una representación austera, de una desnudez inquietante y con una soberbia actuación de Karl Maria Brandauer en el papel del anciano Edipo. Brandauer, con el gesto siempre contenido, lograba transmitir la variedad de emociones que invaden al protagonista ante la inminencia de la muerte: el amor paterno hacia las hijas, el inconformismo ante los hombres, el agradecimiento hacia los dioses. Peter Stein resolvía de modo sobresaliente la intervención del coro de los ciudadanos de Colono, en particular cuando entonó el maravilloso canto sobre la vejez.
Me interesaba ver la elección escenográfica de Stein para construir el bosque sagrado. Los espectadores se encontraban con una desolada llanura interrumpida por un bosque de laurel, viñas y olivos. La escena ponía de relieve el carácter ambiguo del bosque sagrado, un espacio en el que pueden tener lugar portentos benéficos y también revelaciones pavorosas. De hecho, Sófocles ya da la pauta sobre la naturaleza ambivalente de estos recintos al colocar al bosque de su ciudad natal bajo la protección de las Euménides, deidades benevolentes pero con un terrible pasado cuando, como Erinias, eran las oscuras diosas de la sangre y la venganza. Edipo da sus últimos pasos postreros con viento favorable, inclinado hacia la gloria que el futuro le deparará en la memoria de los hombres, aunque sin olvidar la violencia, la incomprensible violencia, que impulsa la vida.
En la obra de Sófocles al final solo a Teseo le es permitido asistir a la enigmática muerte de Edipo. Como homenaje del poeta a Atenas, recién derrotada en la guerra, el rey Teseo acompaña al héroe hacia un desenlace secreto. Lo que se oye en el bosque sagrado es aleccionador y misterioso. Edipo advierte al rey respecto a lo que va a ver: "Y tú guárdatelo siempre para ti mismo y, cuando llegues al final de la vida, indícaselo solo al mejor y que él no deje de revelárselo al siguiente".
Siguiendo la lógica de Edipo únicamente uno de nosotros, hoy día, está en condiciones de saber en qué consistió la muerte de Edipo. Pero este enigma es todavía más difícil que el que tuvo que afrontar el héroe en su juventud al cruzarse en su camino la terrorífica Esfinge. ¿Qué autoridad dictamina quién es el mejor? No soportamos que lo haga una autoridad exterior y, en nuestro interior, cualquier autoridad es demasiado voluble para arrogarse una sentencia. En un instante pasamos de ser el mejor a ser el peor, y viceversa. Algo semejante debieron de pasar los espectadores contemporáneos de Sófocles, incapaces, como nosotros, de dar una solución al problema de la muerte de Edipo.
No obstante, quizá la auténtica muerte de Edipo, calificada de maravillosa, fue la recuperación de la vista tras tantos años de ceguera. Así como en Edipo rey todas las metáforas puestas en circulación por Sófocles son indicios de que Edipo, ufano de su capacidad para observar, acabará arrancándose los ojos, en Edipo en Colono las más diversas insinuaciones nos empujan a la idea de que el ciego ve las cosas con mayor penetración. Si el joven Edipo, en la cima de su poderío como tirano de Tebas, desprecia al gran adivino Tiresias por ser ciego, ahora, a punto de morir, el viejo Edipo se redime él mismo en el papel del adivino capaz de ver lo que los ojos humanos, demasiado domesticados por la rutina y la cotidianidad, ignoran. Quizá podamos aventurar que Edipo, en el último instante, tuvo la visión certera de la condición humana, con sus grandezas y horrores, y que esta era la herencia de la que Teseo tenía que constituirse en albacea.
Todo esto cuesta creer que pudo suceder en Colono, o en la Atenas acribillada por el ruido de una circulación infernal. Miles de exhaustos turistas persiguen los rastros de los dioses mientras algunos autobuses exhiben, en grandes paneles, la publicidad de unos tejanos llamados True religión, que, a la sombra del Partenón, significa una lacónica declaración de principios de nuestra nefasta época. Y, sin embargo, el bosque sagrado siempre subsiste.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.