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Reportaje:MUNDIAL 2010 | Serbia-España

Un palmeo que cambió la historia

Una canasta que Radovanovic falló sobre la bocina propició en 1983 la primera victoria española sobre Yugoslavia tras 15 derrotas

Palmeó Radovanovic y el tiempo se detuvo mientras el balón se daba un par de vueltas en el aro como si de un ciclista en pista se tratase. La bocina estaba a punto de sonar y el marcador mostraba un inconcluyente España, 91; Yugoslavia, 90. Era la segunda jornada del Europeo de Nantes. La selección había comenzado el torneo con una derrota ante Italia también por un solo punto y, de repetir destino, las semifinales quedaban fuera de su alcance a las primeras de cambio. No solo eso. Ese balón que ahora se mostraba indeciso podía terminar, si besaba la red, con una auténtica maldición. La de los yugoslavos.

Estamos en mayo de 1983 y para resumir lo ocurrido hasta esa fecha cada vez que España se enfrentaba a Yugoslavia solo basta una referencia: 0-15. A esas alturas, las otras dos superpotencias baloncestísticas ya no podían decir lo mismo. La URSS, otra habitual constelación de talentos, sabía lo que era caer ante el equipo español. Lo descubrieron 10 años antes, en las semifinales del Europeo de Barcelona, primera victoria histórica de nuestro baloncesto: el equipo del boom de los 80 consiguió que ganar a los soviéticos no fuese una excepción. Incluso a Estados Unidos le pillamos en una madrugada del verano del 82 en Cali (Colombia). Pero lo de los yugoslavos era un muro aparentemente infranqueable. Año tras año, por unas cosas u otras, nos terminaban dando una colleja. En ese Mundial colombiano nos quedamos a un paso, sobre todo en el encuentro por la medalla de bronce, en el que en una remontada que solo un más que dudoso arbitraje pudo parar (Stankovic era mucho Stankovic) morimos a dos puntos de la orilla (117-119). Una fantasmal güija que hicimos varios jugadores dos noches antes sirvió para darnos cuenta de que los espíritus estaban con nosotros (pronosticaron nuestro éxito), pero en temas de canastas y árbitros su influencia era más bien escasa.

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Yugoslavia era baloncesto y el baloncesto hablaba yugoslavo. Su capacidad para sacar jugadores resultaba hasta desmoralizante. Su constitución física se adaptaba como un guante a las exigencias de este deporte. Dominaban los conceptos básicos del juego, empleaban las armas psicológicas que fuesen necesarias y luego tenían un hecho diferenciador respecto a los soviéticos: su gen competitivo, su orgullo de ganador.

Estando en el Madrid, jugamos una final de la Recopa precisamente frente a la Cibona pre-Petrovic. Mirza Delibasic daba ya lecciones de talento y elegancia en el Madrid y, cuando la noche antes de la final le pregunté cómo veía la cosa para poder dormir más tranquilo, me dijo: "Pero, Juanma, ¿cómo vamos a perder con estos?". Así afrontaban los partidos estos jugadores, desde el convencimiento de que eran superiores, de que iban a ganar, de que la derrota estaba destinada siempre para los de enfrente. Y casi siempre lo hacían (aunque desgraciadamente esa premonición del añorado Mirza no se cumplió en esa ocasión).

El palmeo de Radovanovic hizo la corbata y se salió. Por fín, a la 16ª ocasión, España pudo vencer a Yugoslavia y romper la última barrera que le faltaba. Liberados de una pesada carga, dejamos lo mejor para al año siguiente, en el que el torneo olímpico de Los Ángeles nos colocó como aspirantes a disputar la medalla de oro ante Estados Unidos. Ya no había complejo de ningún tipo, todo lo contrario.

Lo que veíamos enfrente no era una selección poco menos que invencible, sino un equipo en ese complejo momento de la renovación. Retirada la vieja guardia (solo permanecía Dalipagic) y con algún jovencito aún pardillo al que no teníamos excesivo miedo (Drazen Petrovic nos salió respondón), afrontamos el partido sin ningún temor. Lo que son las cosas, la zona, muchas veces suplicio al que nos sometieron los equipos yugoslavos, resultó providencial para una victoria de la que algunos seguimos viviendo.

Han pasado 27 años desde aquel palmeo de Radovanovic. Ya no existe ni Yugoslavia como entonces ni tampoco la URSS, aunque sus fábricas de jugadores siguen abiertas. España volvió a sufrir durante muchos años el talento balcánico de los sucesores de aquellos genios hasta que nuestra actual y maravillosa generación dio la vuelta a la tortilla y ahora somos nosotros los que nos hemos convertido en el equipo a batir. Eso sí, algo no ha cambiado nada. Cada vez que cinco jugadores, llámense yugoslavos, llámense serbios, se juntan en un campo de baloncesto, cuidado. No siempre el palmeo termina saliéndose.

Drazen Petrovic.
Drazen Petrovic.

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