Ponerse en la piel del otro
Hubert Haddad nació en Túnez en 1947, en el seno de una de esas familias judías de raíz bereber asentadas secularmente en el Magreb y arabizadas con el tiempo. Trasladado desde muy niño a París, creció escuchando los dos lados de la historia más dramática de nuestro tiempo: alguna de la gente a la que quería hablaba con entusiasmo del nacimiento del Estado de Israel en una tierra bíblica de leche y miel; otra lloraba amargamente la pérdida de un país de almendros y olivos llamado Palestina.
Haddad se hizo escritor y abordó el conflicto de Tierra Santa en una novela publicada hace más de veinte años (Oholiba des songes). Pero algo seguía reconcomiéndole; influía mucho el que su hermano mayor, Michel, se hubiera instalado a los veintipocos años en Israel para vivir la aventura del sionismo y, desencantado, hubiera regresado a Francia para terminar suicidándose con una escopeta. "Para él, como para mí, era evidente que no se puede vivir el judaísmo sin pensar en el otro y en la diversidad", dice hoy Haddad.
Palestina
Hubert Haddad
Traducción de Purificación Meseguer
Demipage. Madrid, 2010
187 páginas
En 2005, Haddad se fue a India para escribir sobre el judaísmo del viejo reino de Cranganore. Una vez allí, descubrió que no podía avanzar con ese tema, que el presente de Tierra Santa le llamaba a gritos. Entonces concibió Palestina, la novela con la que ganó en 2009 el Premio Renaudot de bolsillo y el Premio de los Cinco Continentes de la Francofonía, y que ahora se publica en castellano.
Palestina es un estremecedor ejercicio de empatía, de ponerse en la piel del otro, que, finalmente, es uno de los grandes valores humanos y en cuyo desarrollo, por cierto, ha jugado un papel crucial el judaísmo. Contar su argumento no chafa la lectura de un texto tan honesto y valiente, escrito, además, con un lenguaje rico, directo, vibrante.
La historia, contada en tercera persona y en presente, arranca cuando unos soldados israelíes son atacados por resistentes palestinos en la Cisjordania ocupada. Uno de ellos, Cham, es capturado por los fedayin, pero estos pronto son aniquilados por las Fuerzas Armadas israelíes. Escribe Haddad: "Fuera, el zumbido de los motores se hace más perceptible; el particular sonido de los blindados maniobrando sobre el guijarral se ve súbitamente atenuado por el estrépito de un helicóptero que, en vuelo estacionario, queda suspendido sobre el santuario. El zumbido de las aspas imita el sonido de la sangre palpitándole en las sienes. Potentes ráfagas de ametralladoras le retumban en los oídos. Cham se acurruca en su fosa".
Malherido y amnésico, vestido con ropas civiles, Cham vaga por la zona: "No acaba de reconocer el lugar en el que se encuentra. ¿Qué hace él, tan temprano, más solo que un espantapájaros, en este cementerio abandonado? Una pareja de urracas se pelea sobre las ramas de la higuera. Las colinas vaporosas oscilan en los alrededores. Presa del mareo, camina entre las tumbas. No hay nada que pueda compararse con el olvido profundo". El soldado es rescatado por mujeres palestinas que le toman por un gitano, le albergan, le curan y terminan adoptándole. A partir de entonces se convierte en un joven palestino, Nessim, hermano de la estudiante anoréxica Falastin e hijo de Asmahane, una viuda ciega.
Como su nueva familia, Cham, el israelí que ha pasado al otro lado del espejo, sufre en sus propias carnes el tormento de la ocupación. Cisjordania está repleta de colonos israelíes y erizada de vallas, barreras, muros y puestos militares: "Si tuviera la fuerza suficiente como para subir a la cima de la colina, ante sus ojos se extendería un paisaje de despojos esparcidos, como manchas de leopardo; una perspectiva de los territorios perdidos, recluidos tras absurdos deslindes de hormigón y alambradas, apenas decenas de kilómetros de un país sitiado de lado a lado por cada uno de los cuatro costados del horizonte". Los controles de identidad son tan frecuentes como humillantes: "¡Soltadlo!, ordenó el suboficial tras echar un rápido vistazo a los papeles. Ya está bien por hoy. No nos queda espacio para enchironar a nadie más". Y las viviendas palestinas saltan por los aires: "¿Una mujer y un gato en el interior? Les puedo asegurar que registramos minuciosamente la casa antes de proceder a la destrucción".
En esa situación de apartheid, sobreviven, no obstante, la amistad, la solidaridad, el amor incluso: "Mi amado es para mí como una bolsita de mirra que descansa entre mis pechos. Mi amado es para mí como un racimo de alheña en los viñedos de Engadí".
Si un gentil hace el ejercicio de Haddad es estigmatizado de oficio como "antisemita" y "cómplice del Holocausto" por los funcionarios a sueldo del Gobierno israelí. Si el que hace el ejercicio es un judío, como Hubert Haddad, le llueve la acusación de "odiarse a sí mismo". Y sin embargo, David Grossman y otros pensadores israelíes llevan años señalando que el principal problema moral de Israel es, precisamente, el estar perdiendo la capacidad de empatía. En febrero de 2008 Grossman escribió: "Carecemos de compasión. No nos compadecemos de nosotros mismos y mucho menos de los demás". Y en agosto de 2006, en un inolvidable artículo sobre la muerte de su hijo Uri en una nueva guerra en Líbano, añadió: "Porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico, no es cool tener valores. O ser humanista. O sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla. Pero de Uri aprendí que se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que debemos defendernos, sin duda, pero en los dos sentidos: defender nuestra vida y también empeñarnos en proteger nuestra alma".
Haddad, un hombre de identidades múltiples (judío, bereber, árabe, francés, europeo...), alguien muy de nuestro tiempo, ha sabido "proteger su alma". Valérie Marin La Meslée, en Le Monde des Livres, ha elogiado de Palestina su "admirable simplicidad a la hora de tratar uno de los asuntos más complejos". Y Le Clezio la ha descrito como "un libro grave, muy fuerte, muy humano; un libro trágico pero lleno de detalles que hacen que esta tragedia no sea desesperada".
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