Ayer noche
El despertador chilló y chilló. Me desperté. La luz que entraba por las persianas me hirió. Cerré los ojos, aunque sabía que no era una buena idea. Cuando los volví a abrir, ya se había hecho tarde. Salté de la cama, tropecé, y de milagro no me dejé la cara contra el armario. La ducha no me despejó, las sienes me estallaban, solo sirvió para que me diera cuenta de que había sido un imbécil por no tomarme una aspirina antes de dormir. El salón olía a cerrado, a tabaco, a vino. Abrí las ventanas, tiré las colillas, metí las copas en el fregadero, una se rompió.
Al salir a la calle, un golpe de calor en el rostro. Un golpe seco, desagradable, de agosto sin vacaciones, de empleado del mes medio idiota. En la oficina, más y más aristas donde arañarte, más luz que no soportas, más frases que salen de tu boca torcidas y te gritan que deberías estarte calladito y sin llamar la atención, más sonrisas de conmiseración al ver tus ojeras.
Voy a levantarme a por un vaso de agua, pero algo me hace mirar hacia el suelo. Y la veo. Allí está. La mancha de carmín sobre el parqué
Cada segundo, un deseo que se repite: volver a casa. Pero también esos documentos que resbalan de tu mano insegura y se desparraman por el pasillo. Agonizando, hinco una rodilla en el suelo para recogerlos... y siento una punzada de dolor intenso, revitalizante. Me incorporo y, vigilando que nadie me vea, palpo la herida, la prueba de que ayer mi cuerpo estuvo vivo, y presiono con fuerza la tela hasta que se me saltan las lágrimas.
Soy el último en irme de la oficina, para ver si engaño a mi jefe con mi dedicación por lo demás absolutamente improductiva y, de camino a casa, me compro una lata de coca-cola. La sensación del líquido frío bajando por la garganta está bien, casi muy bien, como lo están las burbujas que parecen hacerte cosquillas y rasgarte, pero lo mejor, sin duda, percibir que mis labios están levemente hinchados, algo que nadie podría notar a simple vista, algo que solo yo sé que es así, y que sirve para no sentirme un simple despojo.
El apartamento me recibe como me merezco: es decir, muy mal.
Todo lo que veo es mío y me habla de mí, precisamente hoy, cuando no me soporto. Me desplomo en el sofá junto al balcón, cierro los ojos y caigo en el abismo, me hundo y desaparezco.
Abro los ojos. Se ha hecho de noche. Corre una brisa casi fresca. La luz de las farolas destaca algunos muebles y objetos y las sombras esconden otros. Voy a levantarme a por un vaso de agua, pero algo me hace mirar hacia el suelo. Y la veo. Allí está. La mancha de carmín sobre el parqué.
Es roja.
Me llevo la mano a los labios y me inunda un golpe poderoso de calor, el recuerdo de otro cuerpo que bullía por dentro, de otro cuerpo que, ayer noche, en lugar de recibir el calor sin más, lo compartió, incendiándolo todo, abrasando lo que tocaba. Devorándome.
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