Anton Geesink, el gigante que hizo llorar a Japón
Primer yudoca occidental que ganó a un nipón en unos Juegos
No es fácil hacer llorar a todo un país. De tristeza, pero con admiración. Anton Geesink fue el primer yudoca occidental que consiguió romper el dominio nipón en su deporte tradicional y de esa forma conmocionó a todo aquel país en los Juegos Olímpicos, precisamente, de Tokio. Este gigante holandés de casi dos metros y 120 kilos (entonces), que murió el 27 de agosto en su ciudad natal, Utrecht, a los 76 años, tras una breve enfermedad, lo consiguió el 23 de octubre de 1964.
Fueron unos pocos minutos. Poco más de nueve. Rápidamente, también. Bastaron, incluidos los 30 segundos fatídicos en los que inmovilizó con una técnica de kesa-gatame a su rival japonés en la final de la categoría open de yudo. Akio Kaminaga intentaba completar con la cuarta medalla de oro todos los triunfos de su país en el deporte tradicional que precisamente debutaba en el programa olímpico en los Juegos de Tokio. Pero le resultó imposible. Le cayó encima una muralla.
El gran mérito previo de Geesink fue irse a vivir a Japón y aprender la técnica del yudo en sus raíces. Su enorme físico hizo el resto. Ya hizo historia al romper el dominio japonés ganando el Mundial de 1961, como repetiría en 1965. Pero la guinda, como sucede siempre en el deporte de élite para pasar a los libros de oro, fue olímpica.
Geesink había despachado en semifinales del torneo al australiano Theodore Boronovskis con un ippon en solo 12 segundos. Pero Kaminaga (que falleció en 1993, a los 56 años), aunque mucho menos corpulento que el holandés, también tenía un palmarés para asustar. Y en otro combate anterior había vencido al filipino Thomas Ong en solo cuatro segundos, un récord que solo sería batido siete olimpiadas más tarde, en los Juegos de Barcelona 92, por el cubano Andrés Franco, que fulminó al zaireño Illus Isako, en apenas tres. El gigante holandés simplemente esperó su oportunidad resistiendo la calidad de Kaminaga hasta caer sobre él. Su técnica de suelo era espléndida, ayudada por su corpulencia. De sus abrazos en el tatami era imposible escapar.
Gloria para el extranjero
Japón entero se paró y lloró. Fue la mayor decepción y humillación del país después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Y la admiración y la gloria para aquel extranjero alto y fuerte capaz de hacerlo. Después, aunque se despidió al año siguiente con otro título mundial, ya todo sobró en Geesink. Incluida su gris presencia durante 23 años en el Comité Olímpico Internacional. Ingresó como miembro en 1987 y fue de los muchos que parecía no estar, pese a su imponente y ya cada vez más gruesa y torpe humanidad.
Será difícil encontrar a alguien que le haya oído hablar en las reuniones olímpicas a las que asistió, o presentar una propuesta. Era un elemento decorativo. Siempre resultó raro tras haber marcado tanta historia. Pero quizá la explicación estuviera en que su fama también vino por un trabajo tan profundo, callado e individual, extraño hasta cierto punto, en un mundo distinto, que simplemente no cambió de carácter. Tampoco podía. Ni aplastar ya a más rivales, ni hacer llorar a más gente en su propio beneficio, ni firmar otra línea más gloriosa en su página de hazañas inolvidables del deporte. Su muerte, casualidades del destino, ha coincidido con la revelación de las salas de ejecución por ahorcamiento en el país que derrotó.
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