La atracción italiana
Viajes. Ha emprendido Attilio Brilli la aventura de revivir los viejos viajes por Italia, de mediados del siglo XVI a la invención de la industria turística. El viaje a Italia de Brilli, brillante y premiado escritor de viajes, nos asoma al nacimiento del viaje moderno, cuando, decaída la peregrinación religiosa, el individuo se lanzó al camino en provecho propio, material, comercial o educativo. Se viaja entonces para enriquecer el alma y la hacienda. Comienza lo que se llamó el Grand Tour, fascinante costumbre cultural de hijos de aristócratas y burgueses franceses, alemanes y, sobre todo, ingleses, que culminan su educación en Italia, "matriz de la tradición humanista (...) variado museo de formas políticas (...) jardín de las delicias", lección inagotable, epítome de Europa. El viaje italiano se convierte en encuentro de gentilhombres, filósofos, científicos, financieros, diplomáticos, artistas y estudiantes de todo el continente.
El viaje a Italia. Historia de
una gran tradición cultural
Attilio Brilli
Traducción de Juan Antonio Méndez
Antonio Machado Libros. Madrid, 2010
446 páginas, más ilustraciones. 25 euros
Así ha escrito Attilio Brilli un ensayo fabuloso que también es una bella novela sobre aquel tiempo en el que el buen viajero podía ser confundido con un espía. Pensemos en la lista de cosas que hay que estudiar cuando se viaja, según Francis Bacon, en 1597: cortes de los príncipes, juzgados, iglesias y monasterios, cárceles, hospitales, fortificaciones, puertos, bibliotecas, colegios, edificios, jardines públicos, armerías, arsenales, mercados y bolsas, depósitos, antigüedades y ruinas. Hay además que practicar esgrima y equitación, y frecuentar teatros y salones. Nunca debemos detenernos mucho tiempo en el mismo sitio, ni siquiera en el mismo alojamiento: conviene mudarse incesantemente de una parte de la ciudad a otra, y evitar la compañía de los conciudadanos. Puesto que el viajero debe llevar en su equipaje aparatos de medición, mapas, cuaderno de dibujo, catalejos, telescopios y una multitud de bolsillos y compartimentos secretos, no es raro que fuera tomado por agente enemigo, un James Bond de la época. A Goethe le pasó, ya a finales del siglo XVIII, y en el XXI todavía sucede.
Pero la utilidad pedagógica y científica del viaje fue cediendo ante una Italia puramente estética, con poderes terapéuticos contra la melancolía, según el especialista Robert Burton, para artistas, enamorados y pioneros del turismo dispuestos a embarcarse en esa aventura prekafkiana que Brilli cuenta casi sádicamente: trámites burocráticos sin fin, salvoconductos, cédulas sanitarias, cartas de presentación y de crédito, pasaportes, firmas de cien embajadores, visados de principados, reinos, ducados y nuncios pontificios, la mano sucia del aduanero, fumigaciones, desinfecciones y cuarentenas, en peligro siempre de perder la documentación y sufrir una suplantación de identidad. Era recomendable confesarse y hacer testamento antes de partir bajo el peso del equipaje, baúles y maletas y ese invento del Siglo de las Luces, el neceser, cofre de las maravillas, que perpetuaba en el camino las comodidades de la vida doméstica, con piezas para comer, beber, maquillarse y lavarse, más la farmacia portátil, el escritorio, la biblioteca y la imprescindible caja de acuarelas.
Los medios de transporte, a una velocidad máxima de seis millas por hora, de la carroza a la diligencia, exigían un manual de urbanidad para pasajeros que podían matarse en duelo por la cuestión de abrir o cerrar una ventanilla. La duración, no precisamente breve, del trayecto lo hacía idóneo para las relaciones humanas, buenas o perversas. Iban los viajeros encapsulados en vehículos infernales, horas y horas de baches y contacto humano, entre la charla, el juego, el aburrimiento, la repugnancia y la trifulca, y acababan en ventas, posadas y albergues donde la cama, no sólo el dormitorio, podía ser colectiva, además de nido de piojos y chinches. Cuando en viejos palacios decaídos aparecieron los hoteles, sus solemnes habitaciones olían a funeral. El viaje a Italia tenía sus inconvenientes: la ilusión de regreso al jardín mitológico la rompían los indígenas, los italianos, la realidad ruidosa y molesta. El visitante anglosajón se juzgaba más civilizado, era rico, y se nombró salvador de las reliquias del pasado: hasta bien avanzado el siglo XX, se impuso el deber moral de saquear la península con la colaboración de clérigos, expertos en arte, coleccionistas y anticuarios del país.
El romanticismo había iluminado un paisaje de ruinas siempre renovadas y decadencia fastuosa, y el viaje fue dejando de ser un negocio o una inversión personal del viajero para ser sólo ocio, evasión, fuga, redención de las obligaciones habituales, un momentáneo estado alucinatorio, dijo una vez William Hazlitt. Empezaba la edad del turismo. El viaje como negocio, como producción de conocimientos y relaciones profesionales, cedía ante el viaje como consumo, gasto o despilfarro. Llegó el presente, el tiempo de la indigestión viajera y el vacío de la desilusión turística, cuando el viaje es "ineludible obligación y obsesionante rito de consumo", según el profesor Brilli, que al final se atreve a ofrecer una alternativa, "una modesta proposición para viajar hoy a Italia": seguir los mejores pasos de los viajeros antiguos. Es su guía este libro excelente, traducido de modo ejemplar por Juan Antonio Méndez.
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