Veintisiete
Así que de repente me quedo sin novia real y sin familia imaginaria. El hecho de haberle confesado a alguien que los personajes de los que venía hablando en Me cago en mis viejos eran de ficción me hace perderlos del golpe. Cambio de colegio y empiezo a perseguir a otro niño que va y viene solo. Este es gordito y por las tardes se compra un bollo (a veces un huevo de chocolate con sorpresa, un Kinder) en una panadería, de camino a casa. Aunque me parece perfecto como sobrino, noto que las persecuciones ya no son lo mismo. No creo en lo que hago. Mis viejos ficticios y mi hermana y el puto sobrino se empiezan a deshilachar, como los sueños al ser recordados por la mañana. Veo alejarse de mí a aquella familia imaginaria como un grupo de fantasmas succionado por una fuerza exterior.
No puedo continuar escribiendo sobre personajes en los que no creo
Elsa no vuelve al taller literario y yo lo dejo al poco. Me encierro a leer novelas. Las atravieso como un gusano perturbado, difiriendo la solución a los problemas prácticos que me acosan (la pasta, por ejemplo, comienza a agotarse). Entonces, un día me timbran de EL PAÍS y me dicen que vaya pensando en un Me cago en mis viejos III para el verano. Como soy esa clase de idiota, cuento lo que me ha sucedido. Verás, digo al redactor jefe, o lo que sea, toda esa familia era imaginaria y la he perdido del golpe. ¿En un accidente?, dice el redactor jefe con sorna. En un choque contra la puta realidad, digo yo. ¿Has publicado dos gilipolleces y ya vas de interesante?, dice el man. El problema, digo yo, es que no puedo continuar escribiendo sobre personajes en los que no creo. Cuenta cómo los has perdido, dice él (se ve que tiene prisa). No sé si me dará para 31 capítulos, digo yo. Bueno, ¿quieres o no quieres?, concluye el tío, y noto que estoy a punto de cargarme el único curro que tengo en perspectiva. Quiero, digo, y aquí estoy.
De Elsa, cero noticias. Tampoco coge el móvil, ni aparece por los bares de siempre. Las ayudantes de enfermería me dicen, sin abrirme la puerta, como si yo fuera un psicópata, que ha vuelto con sus viejos. He llegado a un punto muerto, pero el muerto soy yo, al menos en lo que tenía de Carlos Cay, que era mucho.
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