Juan Marichal, timidez y elocuencia
El día más frío que recuerdo fue el día en que Juan Marichal me acompañó a un taller de automóviles. En enero de 1987, recién llegados Guadalupe Ruiz y yo a Cambridge (Massachusetts.) Solita Salinas y Juan Marichal nos invitaron a cenar en su casa. Yo tenía una beca para estudiar la correspondencia entre Pedro Salinas y Jorge Guillén y estaba empezando a conocer esas dos versiones del paraíso que son las bibliotecas Widener y Houghton de la Universidad de Harvard. Al salir de la cena, dominada por la simpatía de Solita, con Juan más reservado, vimos que de debajo del coche que nos habían prestado se había desprendido una pieza grande. Aprendí que en México se llama mofle, en inglés muffler, una pieza que absorbe gases del tubo de escape. Y Juan se ofreció a acompañarme a un taller a la mañana siguiente (probablemente era domingo) para hacerme de intérprete.
Sus clases en Harvard eran célebres por su penetración crítica
Recuerdo el día clarísimo con un sol que solo iluminaba el hielo y las casas de colores de Nueva Inglaterra sin transmitir calor, la ropa que se volvía como de papel, su amabilidad, mi sentimiento de estar abrumado por la situación, y cómo la reserva de la noche anterior se convertía en timidez, una timidez mutua resuelta en silencios largos que todavía estoy oyendo.
Sin embargo, Juan Marichal daba en Harvard clases multitudinarias de pensamiento hispánico -español y latinoamericano- para estudiantes de todas las especialidades (Verónica Cortínez, que fue su ayudante esos años, las recordaba con entusiasmo), unas clases célebres por su claridad, su orden y su penetración crítica. Elocuentes como lo es su escritura, por otro lado. Aunque no me atreví o no supe explicarme, yo había leído su libro pionero sobre la autobiografía publicado en Revista de Occidente, La vocación de Manuel Azaña en Alianza, y lo había oído hablar en público: el año anterior había venido a Granada a participar en un ciclo de conferencias a propósito del Cincuentenario de García Lorca.
Quiero detenerme en este punto, como ilustración precisa de unos estudios que abarcan muchos más campos. Según su intervención, el asesinato del poeta marcaba el comienzo de la agresión a la Edad de Oro liberal (más que Edad de Plata, prefería denominar así al período que viene a coincidir con la vida de García Lorca, nacido en 1898) que en todos los medios intelectuales e izquierdistas del mundo se percibió como un escándalo, ya que cuando en 1936 entró en la Península -son palabras suyas- "la historia universal marcada ya por la barbarie nazi que había destruido la prodigiosa cultura alemana", España estaba "en el punto más alto de su historia cultural moderna: porque desde la matemática a la física, desde la música a la arquitectura, habían alcanzado los creadores españoles niveles equiparables a los transpirenaicos".
La instancia principal en el proceso que condujo a esos logros, diseminado por el primer tercio del siglo XX, fue lo que llamó la "universalización de España". Con esta frase se refiere a una sucesión de hechos concretos y a la vez decisivos: frente a la tradición decimonónica de la "ciencia española" autárquica, que en realidad era un lastre, durante el primer tercio del siglo XX una serie de innovadores pretendieron "a la vez ocuparse de asuntos universales y hacerlo con métodos universales". Es decir, incorporarse a una comunidad científica, sin adjetivos (Cajal, Rey Pastor, Negrín, Ochoa, Menéndez Pidal), o conocer los lenguajes de la convención artística internacional para administrarlos (Juan Ramón, Falla, Dalí, Miró, Lorca, Sert).
No es una idea ingenua. Marichal, al estudiar y defender el esfuerzo por modernizar la vida y la cultura española, un esfuerzo logrado pero destruido por la Guerra Civil en su primera madurez, se alineaba con los apologistas ilustrados que desde el siglo XVIII respondieron al desdeñoso "que-doit-on à l'Espagne?" de Masson de Morvilliers, sabiendo perfectamente que su educación -en el exilio desde los 19 años- se debía a estos "españoles universales" (en su caso, Américo Castro), y operando desde una perspectiva supranacional derivada justamente de esa educación en el exilio. De ahí que no sea fácil desmontar su posición en la polémica que mantuvo a fines de los sesenta con Octavio Paz, para quien "gran parte de la literatura española del siglo XX se opone a la modernidad, sea esta amor a la actualidad o pasión crítica".
Es cierto que las palabras de Octavio Paz, además de ceñirse a lo estético, parecen demasiado apegadas a un rigorismo de lo moderno que ya no lo es tanto, y que las de Juan Marichal quizá suenen en oídos posmodernos a antigualla humanística de sujeto ilustrado (de hecho el volumen de homenaje que coordinaron Christopher Maurer y Biruté Ciplijauskaitié en 1990 se titula La voluntad de humanismo). Pero a muchos no ha dejado de iluminarnos (qué le vamos a hacer) ese punto de vista y ese estilo de pensamiento, atento a lo que Ortega llamaba "salvaciones" y "defensas" su suegro Salinas; a mí, por lo menos, me persuade desde antes de aquel día del frío intensísimo y los silencios largos.
Andrés Soria Olmedo es catedrático de la Universidad de Granada.
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