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Arquitectura milagrosa

Tomo prestado el título del libro de Llàtzer Moix para encabezar este texto, libro que recorre varias ciudades españolas al hilo de los nuevos iconos arquitectónicos de firma. A Valencia le dedica un capítulo, protagonizado por el parque Calatrava y en él, al Palau de les Arts, la pieza más desmesurada del mismo.

Con más perspectiva histórica se podrán analizar los efectos urbanísticos de este gran complejo en el conjunto de la ciudad, aunque el propio Calatrava pronosticaba hace unos meses que sería en sí mismo una ciudad para el futuro, para gente joven, reivindicando al mismo tiempo la construcción de las famosas torres que él, como no, ha proyectado. De momento, el único efecto urbanístico constatable tiene que ver con las plusvalías generadas por la marca "Ciudad de las Artes y las Ciencias" en su entorno. Un entorno urbano de discutible calidad arquitectónica y carente todavía de los elementos esenciales que definen la vida urbana. Por ahora, no parece que ahí haya mucha ciudad.

Valencia se ha quedado sin recursos para asuntos vitales por esta moda de construir catedrales

En cuanto al parque, beneficiado por su ubicación en pleno Jardín del Turia, es obvio que constituye en sí mismo un atractivo, si bien con una clara desproporción entre la espectacularidad de los contenedores y lo exiguo de sus contenidos. Tampoco parece que el atractivo turístico, más allá de las puntuales citas eventuales, haya convertido a Valencia con su nueva iconografía en una ciudad puntera.

Volviendo al Palau de les Arts, el último milagro que debemos atribuir a ese megaedificio tiene por protagonista a Zubin Mehta, que se ha convertido de repente a la coral victimista del PP local contra el Gobierno central porque según él discrimina económicamente al citado centro operístico ("el Gobierno nos trata como ciudadanos de segunda", EL PAÍS, 18/06/2010).

Pasemos por alto la vertiente política del alegato, incluida la polémica sobre los sobrecostes de las construcciones, pero el trasfondo económico del mismo resulta irritante. Los informes de la propia administración autonómica señalan que esta joya del despilfarro, que costó no se sabe exactamente cuánto, aunque puede rondar los 400 millones de euros -"¿Alguien se pregunta por lo que costó la Lonja en su día?" se pregunta el propio Calatrava- genera unos gastos anuales de más de 53 millones (ejercicio de 2008), de los cuales 25 millones corresponden a la subvención de la Generalitat y tan solo 7 a los ingresos de taquilla, un tinglado que tiene 456 empleados que consumen 15,5 millones, de los que una buena parte van a parar al señor Mehta y a la señora Schmidt, intendente del teatro operístico que también se ha sumado al canto victimista del maestro. Éste cuestionó al Gobierno central, "como valenciano" (sic), porque según explicó, el Palau sólo recibe un millón de euros de presupuesto por parte del Estado, mientras que el Teatro Real y el Liceo obtienen 14 y 18 millones de euros, respectivamente.

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Supongo que resulta difícil comparar la estructura y los costes de los tres auditorios operísticos, pero en todo caso, dejemos que sean los madrileños y los catalanes los que decidan si esas subvenciones les parecen aceptables en relación con las prestaciones que ofrecen. En nuestro caso, vista la factura de gastos y la oferta musical que sugiere, parecen muy razonables las fuertes críticas que recibe la política cultural de la Generalitat, obsesionada con dar todo tipo de facilidades a los grandes eventos, cuesten lo que nos cuesten, en detrimento, pongamos en este caso, de la promoción de la música valenciana, con uno de los tejidos asociativos más interesantes del Estado. "Para vestir la ópera en Valencia se ha desvestido al resto de música" clamaba hace poco Llorenç Barber, uno de nuestros más importantes intérpretes e investigadores de la música experimental. Este mismo diario (26/07/010) daba cuenta de los recortes de la Generalitat que afectan al sector englobado en la Federación de Sociedades Musicales, que cuenta nada menos que con 200.000 socios, 40.000 músicos y 60.000 alumnos.

Supongo que el mismo ejercicio se podría extender a las otras piezas del parque, empezando por el Museo Príncipe Felipe, víctima de lo que el arquitecto y hoy concejal González Móstoles señala en el libro de Moix como retroceso del carácter científico del proyecto global para optar por un parque temático.

Así que, vistas cómo están las cosas en el famoso parque, habría que realizar un profundo análisis sobre el presente y el futuro del mismo. Este tiempo de crisis ofrece sorprendentes muestras sobre la racionalización del gasto público, aunque otra cosa bien distinta será qué hacer con tanta arquitectura milagrosa. Esta perversa moda de volver a la construcción de las grandes catedrales, sin control sobre tiempos ni costes, ha dejado a la ciudad sin recursos para los asuntos verdaderamente vitales. La historia no nos absolverá, me temo.

Joan Olmos es profesor de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia

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