Entre Dios y el Kaláshnikov
Un misionero que urdió la paz en Uganda y dejó el sacerdocio por amor
José Carlos Rodríguez Soto (Madrid, 1959) llega a la entrevista con una camisa de cuadros, un pantalón arremangado y sandalias oscuras, como iba a sus citas en la selva con los comandantes del Lord's Resistance Army (Ejército de Resistencia del Señor, LRA, en sus siglas en inglés).
Tuvo huéspedes con apodos como Onekomon (palabra ugandesa que significa Matamujeres); líderes del LRA, una guerrilla dirigida por un demente llamado Joseph Kony que desde 1986, en guerra contra el Gobierno de Uganda, ordenó matanzas de civiles por inspiración divina.
Rodríguez Soto, cura católico de la orden misionera de los combonianos, fue uno de los mediadores del alto el fuego de 2006 -que continúa- entre los guerrilleros y el Gobierno.
Hizo de mediador entre la guerrilla del sádico Kony y el Gobierno ugandés
"En Madrid soñé que me perseguía por la Gran Vía un hombre con fusil"
El atuendo con el que acudía a verse con los rebeldes ha cambiado en un detalle: ahora lleva un anillo en el dedo anular de la mano izquierda. En 2008 se casó con Margareth, una monja ugandesa, dejó el sacerdocio y volvió a Madrid. Tienen dos hijos, Mungumiyo, de dos años, y Malaika, una niña que nació en junio. "Me enamoré, y la Iglesia no permite que los curas se casen. Tuve que elegir", afirma.
El matrimonio, la educación de los niños y las enfermedades de sus padres hicieron que este misionero se fuese de Uganda, donde estuvo de 1984 a 1987 y de 1991 hasta hace tres años.
Echa de menos África. "Me gusta más que esto, sobre todo su hospitalidad y su vida social. Allí estás siempre con gente. Aquí tienes que ir a buscarla", explica. Se siente extraño cuando va a misa, donde se sorprende de que los feligreses se mosqueen si sus críos lloran. "Cuando decía misa en Uganda, si había unas 200 personas, la mitad eran niños y se colocaban conmigo en el altar", dice Rodríguez Soto.
El tiempo y el espacio también han cambiado. Ya no anda por pistas de tierra, sino por aceras, y cura su mono de caminatas, cosa que hacía cada día en Uganda, haciendo footing por la calle de Arturo Soria.
Las horas se comprimen y él lo acusa, acostumbrado al tiempo laxo de los africanos, pero se resiste a usar reloj. "El último que llevé me lo robó un niño soldado en un ataque. Me lo habían regalado mis padres. En unas vacaciones me preguntaron si lo había perdido. Y les dije la verdad... que se lo había dado a un niño".
El LRA era experto en raptar chiquillos y convertirlos en perturbados con Kaláshnikov, el fusil de guerra por excelencia, o en usar a las niñas como esclavas sexuales. Negociar su rescate con los rebeldes era una de las labores de Rodríguez Soto. Calcula que su grupo de misioneros recuperó a unos 300 niños.
Dice que tenían una mirada "fría, aterradora".
Una vez, un chico de 18 años que estuvo en la guerrilla desde niño, le contó un ataque: "Fueron a un poblado y descuartizaron a unos vecinos. A los que dejaron vivos los obligaron a recoger los trozos y hervirlos en una olla. Le divertía decirlo...".
Además de ver y oír el horror de cerca, Rodríguez Soto estuvo cerca de sufrirlo. En 2002 fue a una reunión con un coronel rebelde. Apareció el Ejército ugandés entrando a matar. Se ocultó bajo una cabaña que empezó a arder. Sobrevivió, con quemaduras en un brazo y heridas de metralla. "Pensé que iba a morir. Sentí una oscuridad absoluta y tuve una intuición, una duda: '¿Habrá algo después de esto?".
En su relato vienen momentos de humor entre truculencias, como un trozo de una conversación que mantuvo por radiotransmisor con Joseph Kony: "Yo estaba en una cita con miembros del LRA. Me pusieron a Kony por radio, y me dijo que no sabía quién era aquella gente. '¿Cómo que quién es esta gente?', le respondí. 'Espere, voy a consultarlo con el espíritu', me soltó. Mis compañeros y yo, rodeados de 20 tipos armados, pensamos: 'Hostia, pues a ver qué le dice el Espíritu Santo".
Rodríguez Soto carga con el estrés de sus dos décadas en la guerra, aunque ya ha pasado dos años aquí y va relajándose en comparación con el pasado, cuando volvía a pasar temporadas a España y su cabeza le hacía pasar malos ratos. "Más de una vez, en Madrid, me he despertado agitado de madrugada, después de soñar que me perseguía un hombre fusil en ristre por la Gran Vía", cuenta en su libro Hierba alta (editorial Mundo Negro, 2008).
Ya solo le queda la huella de la puesta de sol en Uganda. "Era la hora en que atacaba la guerrilla; la preocupación se traducía en un dolor de hombros. Aquí aún lo noto. Cuando anochece siento como aparece aquella tensión en el cuello", concluye.
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