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Columna
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El ruido en Ciutat Vella

El Ayuntamiento de Valencia se apresta a establecer una nueva normativa más restrictiva para Ciutat Vella que afecta especialmente al sector de la hostelería en la medida que se acorta la hora del cierre nocturno. Bares y lugares de copas aparecen como los principales damnificados, tanto más si se les elimina todo o parte de las terrazas al aire libre. Es lógico, pues, que sean estos industriales quienes hayan emprendido acciones para defender sus negocios. Nada que objetar, pero sí conviene hacer alguna puntualización.

En primer lugar se les debe reconocer y agradecer a estos empresarios, pues a menudo así lo reclaman, que han sido ellos y sus predecesores quienes alentaron los primeros signos de renacida en estos barrios, y singularmente en El Carme y sus aledaños, después de que la riada de 1957 desguazase su urdimbre vecinal, menestral e industriosa, una catástrofe ya lejana de la que todavía no se ha repuesto plenamente este marco urbano. Solo en los últimos años se han constatado ciertos brotes verdes como delata la incorporación de nuevos residentes -lo que mejorará el mermado censo de habitantes-, el establecimiento de hoteles de bajo coste para turistas modestos, la instalación de residencias geriátricas -éramos pocos y parió la burra- y, sobre todo, el despegue de la restauración y oferta gastronómica que anticipa un próspero futuro a poco que se mime este filón. Por desgracia, ni siquiera son perceptibles las aportaciones de la Universidad Menéndez Pelayo y del IVAM. Meras fachadas, y el centro museístico, incluso, ha castigado el barrio desahuciando decenas de vecinos para ampliar ni sabe cuándo sus propias instalaciones.

Durante esta larga travesía -repitamos la gratitud- los lugares y sitios de copas, algunos de ellos señeros en la historia capitalina de estos últimos 50 años, maquillaron la depresión del barrio. El jolgorio nos distraía de la miseria. Pero seamos claros: no están aquí y en tan gran número por ser munificentes, sino porque era o es barato instalarse y se gozaba de manga ancha para desarrollar sus actividades. Con ellos, ciertamente, se acreditó una marca, una referencia en el ocio do quiera que uno fuese. El Carme y su entorno eran y son todavía garantía de liberalidad para los nocherniegos de toda laya. Pero con los sitios de copas, y quizá a su pesar, se abrió la veda a la llamada contaminación acústica, el ruido, el estrépito y a menudo el incivismo.

Es precisamente lo que se trata de acotar mediante esas limitaciones que en modo alguno se nos antojan graves y, en cambio, sí nos parecen moderadas y pertinentes para determinadas zonas concretas -calle de Caballeros, el Tossal, etc.- donde el vecindario viene siendo una víctima cautiva y desarmada ante la agresión sónica nocturna agravada por el incivismo idiosincrátrico del personal y el efecto multiplicador del ruido que provoca la estrechez de calles y plazuelas. Es probable que si los aludidos industriales del copeo residiesen en este barrio serían menos beligerantes contra estas medidas. Pero en su inmensa mayoría no viven ni duermen junto a su tajo.

Es verdad, y en eso coincido con Joan Antoni Rodilla, presidente de Federación de Comercio de la Unión Gremial, que los balnearios nunca están en los centros históricos, pero eso no es razón para que El Carme sea o se convierta en un barrio invivible y desaconsejable para los residentes civilizados. Con ese crédito, ¿quién invertirá y construirá en los numerosos solares irredentos? ¿El IVVSA, para reubicar a los marginados que ampara, o cuantos propician un Carme bullanguero?

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