Lo que necesitas es amor
Lánguida, de piel muy blanca, más bien menuda pero bien proporcionada y grácil, Ma no era activa pero tampoco podía aplicársele el calificativo de apática, o al menos eso opinaba él al poco de conocerla. No era la encarnación de la alegría, cierto, pensó cuando decidió pedirle matrimonio, pero en ocasiones, cuando creía que nadie la observaba, él descubría que su mirada destellaba brillos de una suerte de malicia cosquilleante e ingenua que le llenaba de ternura. En su vida cotidiana, no era una mujer entusiasta que aliviara la, con frecuencia, monotonía de la vida en común. Aunque, a decir verdad, su vida en común no abarcaba solo a ellos dos, sino también a la madre y a la hermana mayor de su mujer, ambas increíblemente parecidas a ella pero, pensó él al conocerlas, con una diferencia inquietante: los rasgos físicos y de personalidad que compartían las tres mujeres aparecían más exagerados en la madre y en la hermana mayor y, en su acentuación, se le antojaban sumamente peligrosos. La languidez de Ma era casi postración en las otras dos; su elegante lentitud, pura indolencia; su falta de alegría, insatisfacción constante, y, en su fin, su inactividad, dejadez absoluta. Además, madre y hermana mayor carecían de aquel interminente brillo que, de vez en cuando, muy de vez en cuando, chispeaba en la mirada de Ma. Por eso, ante el temor de que la madre y la hermana mayor pudieran representar el futuro de su mujer, no dudó él en jugarse el todo por el todo cuando, al año de haberse consumado el matrimonio ante el altar, la mirada de Ma dejó de brillar durante meses, ella empezó a vivir casi la mitad del día en la cama, como su madre y su hermana mayor; su tez, antes pálida, se tornó cadavérica; su figura menuda empezaba a ser esquelética y...
Nunca hubiera podido imaginárselo, pero resultó ser cierto: un matrimonio no solo se consuma ante el altar. Puesto en práctica el remedio, Ma abandonó el lecho de día a no ser que consiguiera, pergeñando tretas casi infantiles, arrastrarlo a él consigo; empezó a infundir ritmos musicales a la marcha de la casa, aplicando distintas canciones olvidadas a cada actividad hogareña, se la oía reír por los pasillos, se extrañaba de ganar peso sin comer más de lo habitual, la tenía todo el día encima, haciéndole carantoñas, en fin, había dado en clavo. Debía reconocerlo. Aunque, en su fuero interno, ahora consideraba a Ma excesivamente rígida al hacerle cumplir con sus obligaciones maritales de modo, en su opinión personal, exagerado, y al calificar de egoísmo su tendencia a disminuir el ejercicio marital. Pero no quería ser egoísta, de modo que a los insistentes lamentos de Ma referentes al estado de postración de su madre y de su hermana mayor, pensó que no le quedaba más remedio que cumplir con los deberes de su función de hombre de la casa: ya eran tres las que se pasaban el día cantando por los pasillos, tres las que recobraban color y lozanía, tres las que mantenían la casa radiante de orden, de limpieza y de alegría. Tres.
Fue él quien empezó a adelgazar, a inquietarse por cualquier nadería, a adquirir un tono de piel ceniciento, a descubrirse una mirada apagada, muerta, ante el espejo, a arrastrar los pies al caminar por el pasillo, a desear no levantarse de la cama y pasarse el día encerrado, a oscuras. El anuncio de la llegada de la hermana menor le aterró: ¡cuatro, no! Pero su aparición fue como un milagro: alta, robusta, enérgica, la tez coloreada por el sol... parecía de otra familia. Respiró aliviado. Pero no fue milagro, sino mero espejismo. Sentado en un sillón de la sala de estar, a solas, en silencio, no la oyó llegar, y el pánico se apoderó de él cuando el cuerpazo lleno de vida de la hermana menor se le vino encima y oyó que, en voz insinuante y queda, le susurraba al oído: "Pobrecito, estás que das pena, déjate hacer, yo sé que lo que necesitas es amor".
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