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Descargas ilegales y arte de gobierno

Hay algo perverso en el debate nacional en torno a la así llamada piratería cultural y sus efectos. Desde el principio, el intercambio de argumentos ha girado en torno al conflicto entre la protección de los derechos de autor, con sus correspondientes devengos económicos, y el ideal de una Red basada en el libre intercambio de contenidos de todo tipo. ¡Cómicos frente a blogueros!

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. O, mejor dicho, son más sencillas que eso. Y la razón de que lo sean nos sirve de ilustración acerca de un mal arraigado en nuestros gobernantes y aun en nuestra sociedad, a despecho de cualquier rueda de prensa convocada para decir lo contrario: la incapacidad para enfrentarse a los intereses creados en beneficio de -ay- los ciudadanos. Pero vamos por partes.

Durante décadas, los españoles han pagado un brutal sobreprecio por los libros, los discos y las películas
Señor presidente, gobernar también es enfrentarse a los intereses creados

¿Qué razones podría tener alguien para descargar ilegalmente contenidos culturales? Suele representarse a este sujeto como a un adolescente egoísta, un cruce entre Robin Hood e Ignatius J. Reilly, a quien su madre lleva la cena al dormitorio mientras él se dedica a demoler el Antiguo Régimen Cultural. Algo de verdad habrá en ello. Sin embargo, es conveniente preguntarse si hay alguna otra razón que explique la alegría con la que los españoles se han lanzado a esta moderna forma de piratería. No hay, claro, una única razón para explicar este fenómeno, pero la que aquí se va a traer a colación no parece la menor, ni la menos significativa. Y recordemos que este concreto problema se evaporará cuando todo pueda verse u oírse en línea, sin necesidad de descargar los contenidos, pero no lo harán sus causas ni lo que estas dicen sobre nuestra sociedad.

Hace unos meses, de visita en Londres, me topé con las nuevas ediciones del catálogo completo de los Beatles. Y cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que podía hacerme con cada uno de los discos a un precio de ocho euros. ¡Recién publicados! De regreso, comprobé el precio mínimo al que podían adquirirse en España. ¿Adivinan? No menos de 16 euros, en el mejor de los casos. Lo mismo sucedía con The Wire, la excelente serie producida por HBO: una temporada cuesta 34 euros aquí y 16 allí. Y así sucesivamente, con salarios que doblan los nuestros. La pregunta que sigue es elemental: ¿quién desea adquirir un producto al doble de su precio más bajo en el mercado? Nadie, claro.

Sucede que, durante décadas, los consumidores españoles han venido pagando un brutal sobreprecio por esta clase de bienes: libros, discos, películas. Cuando uno no posee términos de comparación, debe resignarse. Pero cuando hay alternativas más baratas para el mismo producto, cualquier consumidor la prefiere. No hace falta recurrir alas caricaturas sobre el homo economicus para explicar esa conducta. ¿O hay que dejarse engañar en nombre del humanismo?

Hoy día, gracias a la transformación propiciada por las tecnologías de la información, cualquier persona mínimamente avispada sabe que existen grandes portales, como Amazon, donde es posible adquirir bienes culturales a un precio sensiblemente inferior al español. Es decir, que resulta más barato hacerse enviar un libro desde California que comprarlo en nuestro barrio.

No solo Estados Unidos y Reino Unido sino también Francia y Alemania, poseen versiones de este portal, donde miles de establecimientos de todo el mundo ofertan sus productos. Naturalmente, el español que no domine el inglés no dispone de esta herramienta; pero quien descubre que hay un mundo donde, por ejemplo, se saldan los libros pasados unos años, en lugar de tenerlos arrumbados en un almacén, difícilmente se dejará engañar otra vez.

Nada de esto significa que los creadores no tengan derecho a cobrar por su trabajo; faltaría más. Pero habrán de cobrar lo que los consumidores estén dispuestos a pagar por él en un mercado donde no se establezcan aranceles artificiales. La industria cultural española no parece querer entender que el mercado es también un sistema de información. Y que las señales que este envía indican con claridad que el modelo de negocio que ha venido funcionando durante años no es ya viable. Algunos compramos en el extranjero; otros recurren a la descarga. Ninguno quiere pagar en el mercado nacional lo que cuesta la mitad en el mercado global.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con nuestros Gobiernos? Mucho, claro. Porque alguna explicación de orden estructural habrá para que el disco que cuesta ocho euros en Londres no baje de 16 en Madrid. Hay que recordar que no vivimos bajo ninguna forma de capitalismo salvaje, sino en un capitalismo intervenido, donde la forma de los mercados viene determinada por restricciones legislativas y asignaciones prefijadas de beneficio. Baste mencionar que los distribuidores de libros se llevan el 50% del precio de estos, frente al 8% del autor; que solo hay un número limitado de operadores de telefonía móvil, porque así lo decide el Estado; o que no pueden aplicarse libremente descuentos en los libros. Esto quiere decir que las reformas públicas de los mercados producen un efecto sobre estos y que, si se trata de las reformas correctas, suelen hacerlo en beneficio de los ciudadanos.

No ha mucho que el presidente del Gobierno estableció una contraposición entre su acción política y los intereses de los poderosos. Bien está. Pero esa difusa alusión nos distrae de la circunstancia de que es el Gobierno quien tiene verdadero poder, esto es, capacidad para cambiar el statu quo; y que no lo hace. Es verdad que la crisis económica ha exigido un ingente gasto público primero y su reducción después; pero también lo es que se está desaprovechando la oportunidad de realizar reformas gratuitas con un enorme potencial transformador. Gratuitas económicamente; distinto es que abordarlas exija un precio político.

Desgraciadamente, nuestros Gobiernos suelen ser fuertes con los débiles y débiles con los fuertes, prefiriendo eludir el enfrentamiento con todos aquellos sectores que defienden agresivamente sus privilegios: taxistas, controladores aéreos, transportistas por carretera, e tutti quanti, hasta llegar a descafeinar la Directiva de Liberalización de Servicios europea para no malquistarse con nadie. ¡Sigamos siendo amigos!

Pero eso no es gobernar. La acción de gobierno se expresa en la capacidad para realizar reformas significativas removiendo los intereses creados en beneficio del interés general. Lo demás son parches.

Así pues, el debate en torno a las descargas ilegales esconde más de lo que parece. Y quizá no habríamos llegado a este punto si algunas de las causas que han provocado subterráneamente su proliferación se hubieran abordado antes. Por supuesto, es más fácil demonizar al adolescente; pero también es triste recurrir a semejante chivo expiatorio en lugar de atreverse a gobernar.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Málaga.

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