El locutorio acabará con Facebook
Se me ha caído la conexión a Internet. El Mi-Fi comenzó a emitir un zumbido quejoso, se iluminó vivamente el ojo del set up y petó. He sacado la batería, he vuelto a colocarla como mandan los manuales de informática avanzada y he presionado el botón de encendido. No ha habido manera. Estaba frito. Son las cuatro de la tarde de un domingo de julio y el bochorno es el amo absoluto del aire, apenas respirable. ¡Y estoy sin Internet como Enjuto Mojamuto! ¡Pánico! ¿Qué hago? Felizmente, me viene a la cabeza que hace unos años, coincidiendo con la última mudanza, tuve una cuenta en un locutorio.
El locutorio es el reducto de los nuevos parias, los que no poseen Internet en casa, que viene a ser el equivalente a los que en el pasado no poseían agua corriente y tenían que ir con cubos (generalmente azules) a la fuente de la plaza. Los sin-tierra han pasado a ser los sin-módem. En realidad, siguen siendo los mismos, las mismas caras cansadas de no tener lo que otros tienen: casas, propiedades, oportunidades, banda ancha.
Los 'sin-tierra' han pasado a ser los 'sin-módem', los nuevos parias
Vivimos acorralados, en crisis de identidad permanente
¿Qué utilidad le puede encontrar alguien a ser amigo de 356 perfiles?
Dudo si hacerme del grupo 'No sé por dónde se sale de El Corte Inglés'
Los locutorios del barrio son modestos. El más concurrido tiene 12 puestos. Inmigrantes, parados, ociosos sin derecho al ocio y estudiantes pelleros forman su clientela. Y ahora yo. Intento recordar mi contraseña. "¿Ramón?". No, demasiado evidente. "¿Agua?". No, es la del eDreams. "¿Mecagoenlahostia?" Esa es la del Rapidshare. Me doy por vencido. Estamos acorralados por las contraseñas. Para las cinco cuentas de correo electrónico, las siete del banco y del cajero, para el móvil, para las tarjetas del VIPS, Iberia Plus, Repsol, Nespresso... ¡Y encima te dicen que las cambies cada poco por motivos de seguridad! Menos mal que el tío que atiende el local debe haber comprendido mi agitación. Sin decirle nada, en un segundo me ha activado la cuenta.
Además del mío, solo hay tres puestos ocupados. Un ecuatoriano hace monadas con su enamorada frente a la webcam. Desde la pantalla borrosa, otra pareja les responde con gestos obscenos. Entre brumas adivino que el tío se baja los pantalones y le enseña el piercing que tiene engarzado en su miembro viril. Todos ríen. Sin importarle un carajo mi presencia, el tipo tapa los ojos a su chica, y hace amago de bajarse la bragueta. Su novia le frena, se acerca a la webcam, y la desafía con una sonrisa carnal y descarada. Del escote, se saca un seno cuyo pezón también está atrapado por un piercing hortera, una burda imitación de un rubí. De la pantalla salen vítores. El chaval le guarda el pecho, la besa y todos ríen otra vez. Minimizan la pantalla y se despiden.
Estos desarrapados digitales de allende los mares poseen un concepto de la tecnología mucho más utilitario que el nuestro. Se divierten con videojuegos, envían correos, buscan curro, tramitan papeles, se comunican con sus familias o chatean en sites de contactos exprés. A casi ninguno se le ocurriría unirse a ese club de cursis de Facebook, cuyo único sentido es, precisamente, pertenecer a Facebook, someterse a sus reglas estúpidas de vetos, muros, grupos estrafalarios, invitación a amistades planetarias o cuestionarios ridículos con tufo publicitario.
¿Qué utilidad le puede encontrar alguien a ser amigo de 356 perfiles, con foto trucada y datos personales notoriamente falsos? Facebook es un inmenso panel en el que sus socios se empeñan en colgar una imagen estereotipada, de gente guay, todos felicísimos de haberse conocido, habitando en un universo cool de fiestorros ("Keta te invita a su fiesta afrocanibal. No se admiten dentaduras postizas"), conciertazos ("Me parten los Sharp Axes"), cuando no dando el coñazo permanente con sus originales estados de ánimo ("Amanece. Lo peor ha pasado ya") o laborales ("Por fin, viernes, me quedan dos horas para salir de la ratoffice").
Lo de los grupos del Facebook es ya de traca. Yo estoy dudando en unirme a Saco el móvil, miro la hora, guardo el móvil, ni puta idea de que hora es, optar por Odio darme cuenta de que estoy respirando y tener que respirar pensando o suscribir el Nunca sé por donde se sale de El Corte Inglés, aunque imagino que el metagrupo de Facebook, el que lo retrata en sí mismo, es El mundo es muy grande, pero yo tengo que encontrarme a todos los gilipollas.
Facebook es una impostura porque sus miembros se empeñan en diluirse en un magma de aceptabilidad social que pervierte todas las relaciones. En lugar de acercar, aleja. ¿Alguna amiga facebookera podría proclamar a los cuatro vientos en su muro ante un desengaño amoroso: "Me ha dejado por otra. Sin avisar. Follaba bien y amaba mejor. Me duele el coño y el corazón a partes iguales". Sería expulsada inmediatamente, vetada por inconveniente. Los sentimientos reales, fieros como el cáncer, no tienen acomodo en este mundo virtual de pocoyos egocéntricos y ñoños.
El locutorio es un ambiente hostil para Facebook. Está impregnado de utilidad, de sensualidad, de autenticidad. Incluso bajo ese olor rancio, a cerrado, cercado el ambiente por sudores de otras razas, de otras sensaciones, del belfo grueso del cocolo que chupa su guirla, y le soba los lomos tersos, elásticos, al tiempo que machaca el intro. Tal vez no merezca la pena volver a pagar a Timofónica por el ADSL casero y buscar acomodo en el locutorio, mientras pasa el verano.
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