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Elogio de la tertulia

Hace tres meses, por razones familiares y de salud, regresé a Estados Unidos después de 26 felices y productivos años en España. Cuando los amigos me preguntan cuál ha sido mi experiencia más valiosa durante esos años, contesto sin vacilar: la participación en una tertulia. Antes de vivir en España ya había oído hablar de las tertulias a colegas españoles, pero no creía que fueran más allá de una intrascendente conversación de café entre amigos. En este artículo, me gustaría rendir un sincero homenaje a esta importante institución española.

Todo comenzó de manera lenta e imprecisa. Hace unos 20 años, un excelente novelista criticaba constructivamente el manuscrito de una novela que yo estaba escribiendo. En ese momento yo era invitado ocasional en la casa de un profesor de literatura de secundaria, muy locuaz, divertido, versado en ciencias sociales y conocedor de la actualidad política española. Entre los demás asistentes estaba una profesora de antropología de una universidad barcelonesa, que, de origen francés y gran experiencia como investigadora en el norte de África, era, al igual que nuestro anfitrión, una excelente conversadora, con múltiples intereses fuera de su ámbito profesional. Además, entre sus buenos amigos estaba un matrimonio compuesto por un economista y una profesora de francés de secundaria.

Lo más especial de mis años en España fue la franqueza y la falta de puritanismo de sus tertulias

El novelista que me ayudaba y la profesora de antropología se habían conocido en una cena celebrada en mi casa. Como la reunión había acabado a la una de la madrugada, una hora que a ellos les pareció muy temprana, después se habían quedado hablando en un bar alrededor de una hora más. Entonces pergeñaron el plan de organizar una tertulia partiendo de las seis personas mencionadas. La antropóloga y su buena amiga la profesora de francés, pensando que para una tertulia lo ideal era contar con entre 12 y 15 miembros, eligieron a unas 10 personas más a las que invitarían a participar en la tertulia. Dieron por hecho, con razón, que el novelista y yo estaríamos encantados.

Al volver la vista sobre mis 15 años de pertenencia al grupo (todavía en activo, según me dicen entusiastas mensajes de correo electrónico y llamadas de teléfono), comprendo que el éxito de nuestra tertulia dependía de tres elementos fundamentales. El primero era que el locuaz profesor de literatura y su compañera ofrecieran su casa como lugar de reunión un sábado por la noche al mes. El segundo es que las mujeres del grupo asumieran la responsabilidad de la cena, ayudando también encantadas a bañar y leer un cuento a los pequeños de la pareja anfitriona. Como me dijo en una ocasión la antropóloga francesa, esta tertulia mayormente formada por progresistas seguía dependiendo de la tradicional asunción de las tareas domésticas por las mujeres. Las tertulianas hacían la compra y cocinaban, mientras que a los tertulianos se les pedía que trajeran una botella de vino. El trabajo, lo que se dice el trabajo, lo hacían ellas. El tercer elemento es que las dos mujeres que decidieron a quiénes había que invitar demostraron tener gran intuición al pensar cuáles de sus conocidos disfrutarían de verdad reuniéndose mensualmente con otras personas y aceptando diferencias de opinión considerables, sin que ello coartara la conversación o generara resentimientos dentro de la tertulia.

Nuestra tertulia fue adoptando una especie de pauta que seguía tres fases: 1) 30 o 40 minutos de saludos y conversación introductoria; 2) lectura en voz alta por parte del novelista de páginas que él estuviera escribiendo o de alguna pieza corta que admirara especialmente, seguida de un debate general sobre el texto que acababa de leer; y 3) cena en la que se hablaba sin tapujos, sobre todo de libros, películas, viajes, política y recuerdos personales.

Lo que hizo tan memorables esas veladas se puede resumir en pocas palabras: ausencia de puritanismo. Personas de diversas edades y temperamentos se besaban en las dos mejillas, hablaban sin miedo o vergüenza de cuestiones "delicadas" y se referían a los mismos periódicos viendo en ellos toda la verdad o solo basura, sin que todo ello suscitara animosidad personal entre asistentes de muy diversos credos políticos.

Debo señalar la gran diferencia existente entre mi contexto social en Estados Unidos y en España. Durante mi vida profesional en el primer país, había ocupado varios puestos que con frecuencia habían requerido cautela por mi parte, incluso en conversaciones de lo más "informal". Mis años en España vinieron después de mi jubilación en la Universidad de California, San Diego. Yo investigaba y escribía por mi cuenta, al margen de obligaciones institucionales, y por tanto era libre para elegir a mis amistades y expresar mis opiniones.

Con todo, a pesar de que muchos de los miembros de la tertulia se encontraban en ese momento en situaciones comparables a la mía en Estados Unidos, su conversación no revelaba ninguna de las inhibiciones morales que con frecuencia habían erradicado la sinceridad en gran parte de la vida social que yo llevaba en mi país. De manera que cuando ahora los amigos me preguntan qué fue lo más especial de mis años en España, yo elogio la tertulia, y su franqueza y ausencia de puritanismo, elementos que confío sigan caracterizando a España y que me atrevo a esperar que puedan instalarse en Estados Unidos.

Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

Gabriel Jackson es historiador estadounidense.

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