Sebastián estivo
Arturo Lastra es un extraño pintor refinado. Una suerte de surrealista figurativo o hermético simbolista. Definiciones (lo sé) que no le interesan. Su interés estaba aquel verano en pintar un san Sebastián. Algo muy clásico. Y había hallado el modelo pero no lo sabía. El gran amigo de Lastra era entonces el arquitecto Ramón Acibal, casado con una mujer bellísima. Sin embargo, Lastra guardaba celoso el secreto de su última frecuentación asidua de los Acibal. Lastra estaba fascinado por David, el único hijo de esa pareja. Un chico alto, espigado y blondo de 19 años que -como suele ocurrir- no sabía qué hacer con su vida. Por eso, porque David detestaba la arquitectura y se decía con vocación de pintor, Ramón pidió a Arturo que pasara con ellos el mes de julio en la hermosa casa que se habían hecho en Madeira. Arturo no puso ningún impedimento. Adoraba la isla. La casa tenía suficiente amplitud como para que todos cultivaran sus aficiones. Arturo debía hablar cuanto pudiera con David de pintura, saber si la vocación era un capricho o una veta profunda de natural cultivable...
Pero Arturo Lastra, un pintor genial, no sabe hablar de pintura. Lo pictórico (sabía) era espiar al desganado muchacho. Cómo tomaba el sol desnudo. El iris del sol sobre el vello rubiasco. El sexo: como crecía y decrecía, mientras alrededor parecía oler a poderosas flores de algarrobo, magnolias excedidas. Y entonces, viendo el oro de su cuerpo y el pelo largo casi undoso y un pendiente como gota de brillante, tuvo la certeza: David era san Sebastián. El cuadro estaba hecho. Pero ¿querría posar el chico, tan perdido? Se miraron mucho antes de preguntar y responder. Bebieron de noche, tarde, en la terraza que daba al mar, antes de afirmar. David dijo: "No me has visto desnudo". Y Arturo fue a confesar pero calló a tiempo. Allí, solo para él, bajo la masculina luna de los persas, David se quitó el short y elevó los brazos, echando atrás el cabello. Perfecto. Arturo arguyó: lo más pictórico de ti, son las axilas. Un vello divino. Lo dijo Heráclito: "Las axilas son el sexo de los dioses".
Pintaba en la siesta. Sin gente, sin ruido. David (el primer día) tuvo que disimular su turbación cuando al fingir una única flecha sangrando en el sobaco, con tinta roja, el pintor besó ese sexo secreto. El cuadro -tan célebre hoy- muestra al joven santo herido por una saeta en la axila, contorsionándose sobre el gigantesco lomo de un pez fabuloso, que parte en turquesa las ondas marinas. Los muslos son curvas de arcos, los labios rosas de Damasco obscenas, y el rojo paño de pudor se eleva en una erección que no parece fingida. El cabello vuela en la brisa y dos serafines-ave contemplan la escena.
Esta es la verdad del famoso San Sebastián de Arturo Lastra. El lienzo se concluyó al otoño siguiente y el arquitecto Acibal dejó de hablarlo. ¿Hubo otras razones? David -hermosamente retratado- acababa de casarse en Los Ángeles con una muchacha hindú llamada Shita. Agradeció la foto enviada por Lastra: "Has sido demasiado amable conmigo". ¿Merecido? Comentan que el cuadro es sucio, otros que fascinante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.