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Columna
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EL PATRIOTA

Toni García

El poeta británico Ben Jonson solía decir -en el siglo XVI- que el patriotismo era el último refugio del bribón. Sería curioso saber qué pensaría ahora el buen Jonson de ese noble y primigenio sentimiento (el patriotismo) convertido en el siglo XXI en una especie de estafa piramidal donde los de abajo se conforman con poner banderas en los balcones y los de arriba cobran con una mano y saludan con la otra. Para algunos el amor a la patria es un sentimiento de bolsillo (de llenarlo se entiende) mientras que para otros es soplar una vuvuzela y tararear un himno sin letra. No importa en realidad, ya que el embrutecimiento de la palabra es irreversible, vapuleada ésta por burócratas, políticos (con y sin bigote) y un buen montón de profesionales de diversos ramos para los que todo se mide en términos financieros de naturaleza brumosa.

Por supuesto aún queda espacio para la fe. Echemos un vistazo por ejemplo a Norman Shelley, un tipo nacido en 1903 en el barrio de Chelsea, en Londres. Algunos ensayistas británicos como el reputado Christopher Hitchens, mantienen que Shelley fue el hombre que sustituyó (o quizás sería mejor decir impersonó) a Winston Churchill en sus famosos discursos radiofónicos, poniendo su voz en manos de la Gran Bretaña. Hitchens incluso especula con la posibilidad de que Shelley tuviera que empuñar el bastón de mando por las condiciones de salud del Primer Ministro, muy aficionado a empinar el codo.

Así, se especula con que los más célebres momentos churchillianos fueran en realidad lo mejor de Shelley, un hombre que era famoso en el Reino Unido por su programa, Children's hour, en donde ponía voz a otro personaje memorable pero de corte algo distinto: Winnie the Pooh.

Sigue siendo un misterio cómo el servicio secreto pensó que Shelley podría ser el hombre adecuado para el trabajo, cuya naturaleza exigía un espeso manto de discreción. Así, el paso de Winnie a Winston debió ser toda una experiencia para el londinense, acostumbrado al cariño de los niños y transportado de repente al universo de la seguridad nacional, los encorbatados con sombrero y pistola y los coches negros que viajan de noche. En todo caso, y después del servicio a la madre patria Shelley no dijo ni mu. Simplemente siguió a lo suyo hasta que el 22 de agosto de 1980 murió.

Por sorprendente que parezca nunca trató de sacar partido del tema, no llamó a la prensa, no fue por ahí dando conferencias para rentabilizar el asunto. De hecho si no fuera por la biografía (crítica) del legendario mandatario británico que publicó el historiador revisionista David Irving nadie hubiera vuelto a hablar de Shelley.

Irving perdió después los papeles con sus delirios nacional-socialistas y todo lo que había hecho hasta entonces (incluyendo su apabullante trabajo sobre Churchill) quedó manchado por la misma tinta. Aun así la hoguera de la polémica Shelley siguió ardiendo durante un tiempo hasta que finalmente se apagó.

Quizás fuera por su flema británica o por una simple cuestión de carácter pero el patriotismo de Shelley es el resumen de lo que éste debería ser y no es: silencio, indiferencia, muerte. Debe ser por eso que de patriotas, lo que se dice patriotas, ya no queda ni uno.

A la derecha, Norman Shelley, en 1935.
A la derecha, Norman Shelley, en 1935.GETTY IMAGES

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