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Crítica:EXTRAVÍOS | ARTE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Crepúsculo

Sea cual sea su remoto origen, probablemente vinculado a pautas de cohesión comunitaria, la música sigue marcando nuestro destino a través de las emociones, tan intensas como efímeras, como ocurre con todo lo que se desenvuelve mediante un régimen temporal. Al cabo de la vida, cuando lo recordado va perdiendo su nítido perfil fáctico, accedemos vicariamente al brillo original de lo acontecido gracias a la música, aunque esa reconquista de lo que fuimos o nos pasó sea una rememoración aflictiva, nostálgica. Etimológicamente, el término nostalgia procede del griego y es un compuesto de las palabras nóstos y álgos, que significan respectivamente "regreso" y "dolor": o sea: que ninguna vuelta atrás sentimental queda impune.

El último libro traducido del escritor británico, de origen japonés, Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954), titulado Nocturnos: cinco historias de música y crepúsculo (Anagrama), es un perfecto ejercicio polifónico sobre ese insidioso componente sonoro de la nostalgia a través de cinco relatos independientes, cuya conjunción consiste en que hay siempre un trasfondo musical amenizando el atardecer erótico de apuradas parejas maduras. El aire que suena en cada caso tiene una variada procedencia instrumental, la voz humana, un gramófono, una guitarra o un violonchelo, pero se acompasan las historias por ser parejas, instrumentistas y melodías trasnochadas. Como la belleza del crepúsculo es dramática, pues sus insólitos destellos están abocados a la negra oscuridad, y, no digamos, si se asocian con las idas y venidas de las pérdidas amorosas, su tratamiento narrativo no tiene otra salida que la muy estrecha del desfiladero que separa lo patético de lo burlesco, dos conspicuos registros musicales que maneja simultáneamente con maestría Ishiguro. En este sentido, nos encontramos como flotando en el balanceo de una frágil barquichuela que hace aguas por doquier anunciando un inevitable naufragio.

Aunque el regreso del astuto Ulises, cargado con el botín troyano, no se realizó precisamente en un bote, los dioses decidieron complicar su vuelta a casa. Salvo en el episodio del inocente grandullón Polifemo, del que Ulises salió airoso con presteza, el rey de Ítaca tuvo enredosos problemas con todas las chicas que le salieron al paso, como Calipso o Circe, pero, en especial, con las sirenas, porque entonaban melodías hogareñas, que excitaban la ansiedad de ese héroe ya solo empeñado en el retorno. A sabiendas del peligro, quiso, no obstante, Ulises oír la tonada, aunque precavidamente haciéndose hacer atar al mástil de la nave, provocando con este ambivalente gesto, según Adorno y Horkheimer, el cariz nostálgico del canto occidental y, por extensión, la herida abierta que mana del arte.

El secularizado hombre contemporáneo acomete su personal declinación con la agobiante sensación de que va a ser expulsado de un mundo que ya no acierta a comprender y precisamente a causa de ello. No teme, por consiguiente, tanto a la muerte en sí como a la comprobación de que fallece por haberse pasado de moda, cual esa vieja canción que ya nadie escucha y, todo lo más, queda arrinconada en el nicho de un archivo silencioso. En ese ángulo ciego, refulge, sin embargo, un excepcional rayo verde, que solo atisban algunos náufragos que tratan desesperadamente de ganar la costa familiar mientras cantan las sirenas.

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